LOS SINDICATOS NO DEBERÍAN INSULTAR A LOS TRABAJADORES

La confianza en las personas es una inversión que da beneficios, al menos en el largo plazo. Asumiendo unos riesgos controlados, la operación suele dar réditos positivos por una doble vía: aciertas más veces de las que yerras con la mayoría de individuos, y evitas la pérdida constante de energía que conlleva recelar por sistema del mundo y las gentes que lo habitan. Es cierto que existen profesiones que basan su actividad en la duda, en la cautela ante la apariencia, porque son premisas fundamentales para cumplir con éxito sus funciones. Hablamos aquí de jueces, fiscales, policías que investigan, inspectores de hacienda, detectives, analistas de riesgos financieros, hombres de negro que llegan desde Bruselas o Washington y, por supuesto, también periodistas. En estos tiempos revueltos, el trabajo de estas personas alimenta los contenidos de nuestros medios de comunicación como quizá no había sucedido nunca, o al menos no con tanta frecuencia e intensidad. Pero es un error confundir esta circunstancia con asumir la malevolencia como modo de conducirse por la vida en relación con los demás. El suspicaz es un tipo que sufre, se desgasta, y a menudo es injusto con el prójimo.

Respecto al desempeño profesional, en términos generales la gente cumple con sus obligaciones. Y no sólo por el miedo a perder el empleo, o por la presión de un superior jerárquico. Siempre he pensado que hacer las cosas razonablemente bien en tu entorno laboral, o al menos intentarlo, produce una moderada satisfacción que se traduce a lo largo del tiempo en confianza y estabilidad personal. Luego las cosas vienen como vienen, pero se hace camino al andar. Los que hoy tenemos la suerte de trabajar a tiempo completo le dedicamos al asunto al menos una tercera parte de nuestro día. Este es suficiente motivo como para no hacer de ello un criadero permanente de amargura, o de mentiras, o de ambas cosas. Así lo veo yo, y así creo que lo entiende la mayoría de personas con las que me he ido cruzando profesionalmente en los últimos veinticinco años.

Por eso creo que el personal de un hospital trata de atender a los pacientes que acuden lo mejor que pueden, o que saben, o que les dejan. Creo que los profesores que se dedican fundamentalmente a la enseñanza, y no a otras cosas, se preocupan porque sus alumnos salgan de sus aulas un poco más formados en conocimientos y valores de lo que entran. Creo que la mayoría de albañiles prefiere alinear correctamente los ladrillos de un tabique que colocarlos torcidos. Por supuesto existen grados, como en todo. Hay profesionales y empleados que se imponen un nivel de exigencia superior, que tratan de dar siempre lo mejor de sí mismos. Hay otros que se conforman con el notable, y otros que se limitan a cumplir con el mínimo requerido. Estos últimos han proliferado los últimos años en nuestro país por culpa de un sistema que no sólo desincentivaba el esfuerzo, sino que lo hacía aparecer como un rasgo propio de pringaos. Un desastre que, siendo optimistas, se está encargando de corregir la cruda realidad económica.

Son una minoría los adultos que piensan que pueden aprobar el examen de la vida laboral sin aplicarse ni un minuto, los que creen que pueden copiar sin que les pillen todos los días laborables del año, dar el pego siempre y que no se note, engañar y que nunca tenga consecuencias. La mayoría de la gente no se siente bien haciendo eso, y además detecta de inmediato a quien sí se conduce de esta manera en su entorno laboral. Porque en cualquier organización sistémica lo mío afecta a los demás, y algo de los demás afecta a lo mío. Por eso hay personas que se tuercen un domingo el tobillo de excursión por la Tramuntana, y el lunes van unas horas a la oficina con muletas. Lo más probable es que no lo hagan por su jefe, ni por la cuenta de resultados de su empresa. Van a organizar algún asunto “porque no le puedo dejar este marrón a mi compañero”. Ya sé que ahora está de moda el rol de superviviente en la jungla, el sálvese quien pueda, pero este tipo solidaridad entre iguales está mucho más extendida de lo que algunos piensan.

Por todo ello, me parece una ofensa a los trabajadores de EMAYA que su comité de empresa anuncie una huelga indefinida por el despido de dos trabajadores, por llamarlos de alguna manera, que acumulan respectivamente 800 y 500 faltas al trabajo. Dos sujetos que olvidaban reiteradamente presentar un parte médico. Dos individuos que no medían correctamente sus fuerzas de lunes a jueves, y a menudo caían enfermos el viernes. O que condimentaban en exceso la paella familiar del domingo, y el lunes se encontraban indispuestos. Luego clamarán contra el acoso y la criminalización de la labor sindical para justificar su creciente falta de representatividad, pero lo que están haciendo es insultar la dignidad de los trabajadores que cumplen honestamente con sus obligaciones, que son la inmensa mayoría. Y así les luce el pelo.

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