MATONISMO EN LAS AULAS

Hay noches en las que el sofá te engulle con tanta fuerza que parece que acabarás en el centro de la tierra. El cansancio genera tal campo de gravedad en el salón de casa que te impide alcanzar un yogur de la cocina. Son el final de esos días que parecen semanas, en los que vas corriendo a todas partes y no llegas a ninguna. Veo por la tele a un juez en un patio de colegio discutiendo con otro porque le quiere quitar la pelota de Luis Bárcenas, y el espectáculo me sonroja. Antes los jueces eran los niños buenos, los delegados de la clase. Ahora algunos hacen cola para el casting de un programilla de famosos. El bochorno me consume la exigua reserva de energía que me quedaba para leer un rato antes de dormir. Así que comienzo a hojear un libro de fotografías que me regalé no hace mucho. “Albert Camus: solitario y solidario” es la reconstrucción en imágenes de la vida de un hombre que medio siglo después de su muerte sigue suscitando un interés aún más humano que intelectual.

Camus quedó huérfano de padre antes de cumplir un año. Hay un retrato del futuro escritor con siete años, rodeado de su familia en el taller de su tío, un tonelero de Argel. Es la imagen coral de la miseria, que evoca de inmediato a los protagonistas de “Los Santos Inocentes”, película que casualmente dirigió otro Camus, Mario. Se distingue un Alfredo Landa, un Paco Rabal y una Terele Pávez entre ese grupo de pied noirs expatriados en aquellas Hurdes norteafricanas. Camisas sucias, pantalones raídos y zapatos con agujeros. Pero Albert Camus escribió: “la pobreza jamás me pareció una desgracia: la luz derramaba sobre ella sus riquezas”. Sólo una dignidad de dimensiones planetarias puede conducir a un hombre desde la penuria al Premio Nobel de Literatura. Albert Camus dedicó su discurso ante la Academia Sueca a la memoria de Louis Germain, el profesor que le ayudó a preparar su acceso al instituto. Un mes después de recibir el premio, el que fuera un niño curioso, brillante y pobre le escribía a su maestro: “sus esfuerzos, su trabajo y la generosidad que usted puso en ellos siguen vivos en aquel pequeño estudiante que, a pesar de la edad, no ha dejado de ser su agradecido alumno”. Y en otra carta, Louis Germain contestaba a Camus: “creo que durante toda mi carrera he respetado lo que de más sagrado alberga un niño: el derecho a buscar su verdad”.

Unas horas antes, en mitad de la fatigante jornada, detenía mi coche en un semáforo de las Avenidas. Tres chicas adolescentes se distribuían a lo largo de unos cien metros. Dos de ellas saltaban y agitaban sobre sus cabezas unos cartones con algo escrito, y la tercera sostenía la pancarta entre sus rodillas mientras tecleaba algo en su móvil. Parecían cheerleaders animando a un equipo porque iban casi uniformadas, las tres vestidas con leggings, pashminas coloridas y multitud de pulseritas en ambas muñecas. Finalmente conseguí leer los carteles: “Pita contra les retallades”. Algunos conductores pitaban y reían, todo en un ambiente relajado y festivo, con las chicas dando botes y moviendo sus melenas al viento. Era otro día más de huelga en la enseñanza pública.

Ya por la tarde, unas 2000 personas se manifestaban por las calles de Palma contra los recortes en educación. Una de las pancartas rezaba textualmente: “Si hiciéramos política en las aulas no os votaría nadie: ¡Inútiles!”. En este mismo tono perdonavidas y algo faltón, un líder sindical se quejaba al terminar la manifa de la prepotencia de la Conselleria de Educación. El representante de las víctimas de esa chulería le añadía a su advertencia posterior un toque pendenciero: le dejaba claro al conseller que le iban a “bajar los humos”. Tiene gracia, porque hay alumnos que denuncian por acoso a profesores que pronuncian expresiones más suaves en las aulas. Este matonismo de baja intensidad es propio de gentes ilustradas, que nunca llegarán a la amenaza tabernaria de los sindicalistas de Emaya. Porque en el fondo les da algo de vergüenza echar toda la culpa de los catastróficos datos de fracaso escolar a los alumnos, y a los padres de los alumnos, al ministro Wert, y al padre del ministro Wert. Por fortuna las cosas han cambiado mucho desde los tiempos en que el niño Albert correteaba en calzoncillos por las playas argelinas. Las chicas pancarteras no visten zapatillas agujereadas, y disponen de tarifa plana de datos en el smartphone. Pero a Camus lo agarra en la escuela alguno de estos baladrones y acaba de tonelero como su tío.

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