OPINADORES

En los últimos veinte años, el único vicio al que me he dado, cuando me lo he podido costear, ha sido viajar. La curiosidad te impide jubilar para siempre al Joseph Conrad que soñabas en la adolescencia, pero con los años el espejo sólo te devuelve la imagen matizada, un poco más leída, de un coronel tapioca de provincias. Superada la efervescencia juvenil, va amainando ese chisporroteo mental que bulle ante cualquier novedad. Y entonces recuerdas los topicazos del viajero de salón y te entra la risa: en todos los sitios, de todas las culturas se aprende algo. Y un cuerno: hay lugares que lo único que te enseñan es a no volver. No sé quién decía que el nacionalismo se cura viajando. Pues yo digo que depende a dónde vayas. A mi los viajes, además de amistades y experiencias personales, sólo me han aportado dos cosas relevantes: en primer lugar, una sensibilidad ante realidades sociales muy alejadas de nuestros problemas, sobre todo en cuestiones relacionadas con la infancia. La primera vez que miras a un niño y de inmediato eres consciente que no dispondrá de una sola oportunidad de tener una vida digna, creo que algo cambia para siempre en la manera en que valoras tu propia existencia, y la de tus hijos, si los tienes.

La segunda aportación tiene que ver más con colores, con la superación sin retorno del blanco y negro. Sales del pueblo y las cosas se van complicando, porque lo blanco se ensucia y lo negro se aclara. Aparecen nuevas realidades, y el cubo que venía instalado de fábrica en tu cabeza primero se ablanda, luego se parte, y termina convertido en poliedro. A veces el dogma se afloja, los prejuicios se tambalean y la luz verdadera te ilumina de súbito. Comienzan así algunos el viaje interior. Precisamente este ministro, el de Interior, encontró el camino de la fe en Las Vegas, y de ser un calavera pasó a la misa diaria. Nada que objetar. Puede que otros iniciaran el viaje inverso hacia la perdición al llegar a Roma, Jerusalén, La Meca o el Uluru, la montaña sagrada de los aborígenes australianos. Y luego está la travesía ideológica, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, o con billete de ida y vuelta, que también ocurre. Ahí tenemos a exmarxistas revolucionarios viviendo en pisos de trescientos metros cuadrados en el Marais parisino, y a niños bien de la alta burguesía industrial vasca abrazando la teología de la liberación en Nicaragua.

En mi caso particular, todo esa inversión vital se ha ido por un sumidero. La cultura está hoy en wikipedia, y no hace falta malgastar en aviones. Ni he evolucionado en asuntos de fe, ni en cuestiones ideológicas. Soy el mismo crápula o santo que antes de visitar Macao o Benarés. Y después de pasear por Wall Street y conocer un hospicio en un suburbio de Johannesburgo, hoy sostengo básicamente las mismas ideas que el día en que me salieron los dientes políticos. Defiendo un pensamiento liberal, las libertades individuales sobre las colectivas, la igualdad de oportunidades frente al igualitarismo, el reconocimiento del mérito y el esfuerzo personal, la cultura del emprendimiento y la responsabilidad personal, y un estado que promueva la generación de riqueza para garantizar una sanidad y una educación públicas y dignas. Por tanto apoyo con mis opiniones, y también con mi voto, a los políticos que más se acercan a estos principios.

Pero no es suficiente. Todos esos viajes, y algunas lecturas, ahora resulta que lo único que han conseguido es echarme a perder. Pese a creer en los valores que he citado, y que defiendo públicamente en los medios de comunicación, no puedo evitar que mi visión de la realidad política se vea afectada por la variedad cromática que he conocido dando tumbos por ahí. Mis orejas son incapaces de aplaudir con fuerza cualquier tontería, venga de donde venga. Este defecto de la visión poliédrica me impide sujetar la bufanda con suficiente firmeza, y entonar emocionado los cánticos desde la grada, como un hincha auténtico.

¿Pero hay alguien que lea o escuche la opinión de un hooligan? Por supuesto, los que visten su misma camiseta hasta cuando duermen, seguidores del club capaces de saltar por una ventana si se lo pidieran, y después de leer un tuit también de quemarse a lo bonzo. Sin embargo, adentrarte en ese territorio sectario supone abandonar las grandes competiciones y comenzar a jugar contra los equipos pequeños, donde abundan los entrenadores miopes que confunden la estrategia con la táctica, los argumentos razonados con las órdenes, y la creación de opinión con la instrucción militar. Y a partir de aquí sólo hay soldados, o traidores. Desaparecen los adversarios, y ya sólo quedan los enemigos.

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