Albert Camus dejó escrito que “el único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio. Juzgar si la vida es o no digna de vivir es la respuesta fundamental a la suma de preguntas filosóficas”. Para Chesterton y Goethe, quitarse la vida era una manifestación de cobardía, o en el mejor de los casos de debilidad. Para Voltaire constituía el acto de valor supremo. Yo no tengo clara ni una cosa ni la contraria, porque creo que hay suicidas cobardes y valientes. Pero hay un punto en el que no albergo ninguna duda: sobre la decisión de morir de un ser humano sólo se puede meditar desde un escrupuloso respeto por quienes llegaron a una encrucijada desconocida para la inmensa mayoría de los vivos. Y el respeto es algo distinto a sentir pena, y sin duda lo opuesto a la burda utilización de un hecho dramático con fines diversos.
En estudios serios de psiquiatría se afirma que la causa que subyace en más de un noventa por ciento de los casos de suicidio es una enfermedad mental. Las personas afectadas por determinados trastornos se pueden plantear el suicidio como un alivio a una situación que consideran imposible de superar o mejorar. Y es en el campo minado de una psique dañada donde un hecho concreto puede llegar a ejercer de espoleta y desencadenar una última decisión fatal. Todo esto, insisto, lo dice la psquiatría, no yo. Los especialistas que tratan de sanar a la personas afectadas por estos males, los expertos que investigan y divulgan sus avances en este campo, han dedicado previamente años de su vida a estudiar la mente humana. Y si algo deberíamos tener claro los profanos en la materia, o sea casi todos, es la terrible complejidad de estos problemas, y que no existen dos casos idénticos. Estas cuestiones no constituyen materia opinable mientras se sostiene una pancarta o un megáfono. A nadie se le ocurre ponerse a dar una charla de café sobre un tipo de cáncer y la conveniencia o no del tratamiento indicado por el oncólogo. Pero una pareja de jubilados deciden irse de este mundo cogidos de la mano, sin dar una mínima señal previa de sus intenciones, con el absoluto desconocimiento de sus vecinos y seres más queridos, incluido un hijo que convivía con ellos, y a los diez minutos de saltar la noticia en los medios de comunicación algunos iluminados ya tenían todas las claves y motivaciones de la tragedia.
La Plataforma de Afectados por las Hipotecas, y otras similares, han venido realizando una labor encomiable desde sus inicios. Han dado visibilidad a casos dramáticos de personas en una situación límite. Han conseguido paralizar cientos de deshaucios de familias y ancianos a punto de perder su único techo. Y lo que es más importante, han mostrado el camino de la esperanza, a través del uso de mecanismos legales, a miles de personas en graves dificultades económicas por culpa de la crisis. Todo esto, siendo mucho, no otorga una patente de corso, ni legitima la utilización torticera de cada drama personal, elevándolo a categoría universal, para defender determinados planteamientos.
La dación en pago solucionaría de golpe algunos problemas económicos de miles de ciudadanos de este país. Esto nadie lo pone en duda. Lo que también parece claro es que plantearía otros inconvenientes, y también generaría injusticias como algunas de las que se pretenden evitar. Si el remedio fuera tan sencillo ya se habría aplicado, porque es ridículo pensar que el nivel de masoquismo electoral del PSOE primero, y el PP después, tiende al infinito. En cualquier caso, es un acierto la admisión a trámite de una iniciativa legislativa popular avalada por un millón y medio de firmas, aunque sólo fuera por estética democrática. Pero hay que ser un majadero, o un desahogado, para justificar la necesidad de aprobar la dación en pago por el suicidio de un matrimonio que se encuentra en el inicio de un proceso de lanzamiento, por una deuda hipotecaria que no supera un tercio del valor de mercado hoy del inmueble. Hay que ser un memo para pensar que estos señores contemplarían como una solución a sus problemas entregar su vivienda al banco para saldar una deuda muy inferior, y quedarse así en la puta calle. Unas personas a las que el sentimiento de fracaso, de vergüenza, de culpabilidad, de rechazo social, de soledad, o qué se yo, les había impedido solicitar ayuda incluso a sus propios hijos, uno de ellos subdirector de oficina en una entidad financiera. Pero aquí aparece un individuo berreando algo sobre homicidios, y exigiendo que se haga público el banco para poner así nombre y apellidos al asesino. Y otros continúan el aquelarre hablando de crímenes y genocidio financiero, en una orgía verbal que confirma esta asquerosa moda de banalizar el lenguaje. Desde luego, este no es el respeto que reclamaban Camus o Shopenhauer para quien se ha enfrentado a su último dilema. Aquí también hay vivos con una mano apoyada sobre el ataúd preguntando: ¿Y ahora qué? ¿Qué hay de lo mío?
Deja una respuesta