Hay semanas que sobreviene el hastío ante tanta podredumbre, y entran ganas de escribir el artículo explosivo. Un escrito terapéutico para expulsar la rabia y cosechar de paso algunos aplausos del gentío indignado. Utilizar el ordenador como lanzallamas y no dejar a nadie sin chamuscar. Del Rey al último concejal de pueblo, todos a la hoguera. La ola de indignación popular crece a tal velocidad que cada vez más profesionales de la comunicación se ponen a surfear sobre ella. Y hasta cierto punto es comprensible, porque además de regenerar la vida pública hay que vender periódicos, llenar informativos, escribir columnas, dar titulares. Así que el raro debo ser yo, porque a mi la hipocresía me repugna casi tanto como la corrupción.
No aspiro a convencer a nadie, y mucho menos a un parado, o a un mileurista que sostiene a una familia, o a un pensionista que vive con seiscientos euros mensuales, o al becario de un periódico. Pero en Europa dices que el secretario general de un partido político en España gana cuatro mil euros al mes y levantan la ceja. O que un ministro gana cinco mil y se descojonan de la risa. Ha llegado el momento de dejar de tomar el pelo a la gente en las ruedas de prensa, claro, pero también en las redes sociales, o peor aún, en respetables editoriales. Podríamos citar aquí los salarios de los directores, subdirectores y redactores jefes de El Mundo, El País, La Vanguardia, etc. O los de reputados columnistas y tertulianos de la capital que alimentan a diario con su demagogia la pira de la indignación. Es gracioso observar a veteranos periodistas parlamentarios por los pasillos del Congreso con su moleskine en la mano e ingresos que superan con creces a los de cualquier político en este país, aunque las empresas que los emplean, receptoras a su vez de subvenciones públicas, estén en quiebra. Pero no nos cebemos con el cuarto poder, que va a parecer algo personal. Y obviaremos también la nómina de cualquier director de la más remota sucursal bancaria, incluidas las de entidades rescatadas. En España hay más de 130.000 abogados colegiados ejercientes. El 40% de ellos, unos 52.000, declara retribuciones medias superiores a los 60.000 euros, principalmente ubicados en Madrid, Barcelona, Valencia y Málaga.
A un político inútil con responsabilidades no se le pueden pagar 60.000, ni 50.000, ni 20.000 euros anuales, porque 1.000 ya sería un despilfarro. Hay que quitárselo de encima como sea. Pero alguno habrá que poner, porque si quitamos a todos el espacio lo ocupan los salvapatrias, en cualquiera de sus variantes. Nos quejamos de los que tenemos, porque los queremos más cualificados, con experiencia profesional contrastada, y honrados. No nos gustan los profesionales de la cosa, es decir, los que necesitan la política para sobrevivir porque no han hecho otra cosa en su vida, ni quieren hacerla, ni saben, ni se lo plantean. De manera que deben asumir su condición lanar dentro la estructura política que los mantiene empleados. Y queremos que los nuevos ganen lo mismo que los de ahora, o menos, que estamos en crisis. Es indispensable que tengan una vocación de servicio descomunal, superior a la de cualquier otra época de nuestra democracia, porque ser político hoy supone estar bajo sospecha desde el minuto uno del mandato. Cuando analizas todos estos requisitos con el firme propósito de no ser un demagogo, te asaltan las dudas. Y cuando las expones, alguien te contesta: esto es lo que hay, y si no les gusta que no se metan. Y claro, no se meten. Se meten los otros.
Pero ahora estas condiciones no van a ser suficientes. Además deberán estar dispuestos a retratarse desnudos, en términos patrimoniales, y colgar la foto en internet. Y si se niegan, de inmediato deduciremos que no son trigo limpio. No nos referimos sólo a los que llevan treinta años ininterrumpidos sin bajarse de un coche oficial, y disfrutando de un tren de vida sorprendente en relación con su sueldo. No estamos hablando de los afectados por un severísimo régimen de incompatibilidades en razón de su cargo. Estamos hablando de todos, porque llegado el momento todos pueden caer en la tentación de la corrupción. Igual que puede ocurrir, y de hecho ocurre excepcionalmente, con jueces, fiscales, policías, registradores de la propiedad, médicos o funcionarios públicos en general. También hay periodistas, pocos, que aceptan dinero por escribir algo, o por no escribirlo. Pero a ninguno de estos gremios les exigimos que se destapen públicamente en aras de la trasparencia. La razón es muy sencilla, y fundamental en un estado de derecho: la presunción de inocencia.
La presunción de culpabilidad sobre la clase política es fácil de vender hoy, y es seguro que algunos de sus miembros han trabajado intensamente para merecerla. Pero aleja peligrosamente de la res pública a ciudadanos honestos que no están dispuestos a acercar su cuello a una guillotina popular. Hace unos días leí que era preferible condenar a un político inocente que dejar escapar a diez culpables. Lo mismo que proclamaba Robespierre. E imagino que rugió la marabunta.
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