Sostenibilidad, transparencia, igualdad, conciliación de la vida laboral y familiar, buen gobierno, competitividad, eficiencia, apoyo a los emprendedores, justicia social, control del gasto, equidad, fiscalidad progresiva, protección de la infancia, educación de calidad, mérito, honradez, derecho universal a los alimentos y a una vivienda digna… Podría seguir con la lista y acabar el artículo sin haberlo empezado. A ver quién es el valiente que se atreve a levantar el dedo para matizar algo de esto. Si existe permanece en silencio, o al menos no hace leyes contra la sostenibilidad, contra la trasparencia, contra la competitividad, contra el mérito, contra una alimentación suficiente, contra el derecho a disponer de un techo bajo el que dormir. Y si las hiciera, no las bautizaría de esa manera. Por tanto ya hemos alcanzado un primer consenso, otra palabra gloriosa, en un punto importante: el título de la ley. A partir de aquí, los caminos se bifurcan porque el papel lo aguanta casi todo. Es cierto que la operativa se complica cuando son varios los próceres de la patria, o de la región, o de la pedanía, que quieren dejar clara su coautoría en la obra legislativa. Ese trabajo parlamentario colectivo en ocasiones se traduce en engendros incoherentes, pero al menos son fruto del pacto, otro mantra. Cualquier sacrificio es poco para ofrecer al dios de lo políticamente correcto. Si las mayorías absolutas son tan nocivas para la salud democrática no sé porqué no se modifica la Ley Electoral para prohibirlas, como el tabaco en los lugares públicos. Otra mentira aceptada: sólo protestamos cuando nos fuma en la cara el de enfrente. Si el que arrasa en las urnas es el partido al que hemos votado, pensamos que por fin la mayoría ha caído del caballo y ha visto la luz, como nosotros. Si ocurre al contrario, lo que sobreviene es el aplastamiento sin escrúpulos de las minorías, sobre todo de la nuestra, claro.
Así que nos ponemos a hacer leyes estupendas, con o sin consenso amplio, pero con la aritmética suficiente en los apoyos parlamentarios para que se cumpla el trámite de su publicación en el boletín oficial que le corresponda. El acuerdo en asuntos trascendentes sólo es eficaz si alcanza a los partidos que antes o después se verán en la obligación de darle cumplimiento. Lo demás es toreo de salón. Una rueda de prensa, unas declaraciones a la televisión, dos entrevistas en la radio y un artículo descriptivo para que todo el mundo entienda lo lejos que hemos logrado miccionar esta vez, unos centímetros más allá que los flojos del anterior gobierno o parlamento, que no se atrevían a nada y estaban paralizados por intereses ocultos. Y a otra cosa. Una de las cosas fantásticas que tiene legislar es que no son sus señorías los que tienen que hacer cumplir lo que reza en el papel. Eso libera mucho la pluma. Ya se apañará luego el funcionario, o el gobernante que venga, para desarrollar el objeto de la ley como buenamente pueda. Y si no puede que no lo haga, pero ya ha quedado claro en el diario de sesiones quiénes son aquí los campeones de la sostenibilidad, de la transparencia, de la honradez, de la lucha contra el hambre y la injusticia en el mundo.
Legislar no es poner sobre un papel cómo nos gustaría que fuera el mundo. Eso está muy bien, pero es en otra ventanilla. Confundir las leyes con manifiestos de intenciones de difícil cumplimiento es engañar a los ciudadanos. Sin embargo, como también nos engañan Urdangarín y Bárcenas, preferimos las mentiras bonitas. Estamos alcanzando unos niveles de fariseísmo patéticos. José Ramón Bauzá se va a Marruecos en una viaje organizado por la Cámara de Comercio. Los empresarios reservan treinta habitaciones para una noche en un hotel de cinco estrellas, y consiguen un precio muy razonable, acorde con el volumen del grupo. A escasas fechas de la salida ya no se puede cancelar una reserva tan numerosa, así que el presidente y sus acompañantes se van ese día a otro establecimiento de cuatro estrellas por una cuestión de imagen. Tendría gracia que sus estancias hubieran costado lo mismo, o más, que las pagadas por los empresarios. Un alcalde viaja a Madrid con frecuencia por razón de su cargo y no pasa gastos al consistorio ni por los taxis ni por la comida de veinte euros. Todo para evitar que un día la oposición le pueda hacer un chiste fácil en un periódico sobre un solomillo a la pimienta o una merluza a la plancha. Piensa mucha gente que la dignificación de la política pasa por estas tonterías, y por aprobar leyes brindando al sol con un vaso de agua del grifo, y así nos luce el pelo.
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