NUEVAS DEGENERACIONES

Ana Botella ha declarado que suprimiría las nuevas generaciones de los partidos, y se ha armado la de San Quintín. La alcaldesa de Madrid está nerviosa porque lleva dos meses arrastrando su nefasta gestión de la tragedia del Madrid Arena, con un reguero de dimisiones que no le han servido de cortafuego. Mal asesorada, optó por un silencio estruendoso en un ejemplo palmario de lo que no debe ser la gestión de la comunicación en una crisis. Ahora, con su imagen desplomada, ha decidido coger el toro por los cuernos y protagonizar ella las declaraciones y ruedas de prensa. Botella es una mujer más inteligente de lo que aparenta, pero está superada por los acontecimientos y no da pie con bola.
Lo que ocurrió fue que esa misma mañana Esperanza Aguirre, con su peculiar estilo castizo, se desmelenó ante Carlos Herrera en Onda Cero. Dijo que los políticos deberían haber tenido un trabajo antes de dedicarse a la actividad pública. Reivindicó la política como una actividad noble, de servicio público y, sobre todo, temporal. Y añadió que ella, que acaba de fichar por una empresa privada, es y seguirá siendo política, lo cual no implica que ocupe un cargo remunerado. Al margen de las filias y fobias que despierta Aguirre, para mi su discurso fue impecable. En el PSOE dijeron «pasapalabra» y se pusieron a silbar, porque tendría que dimitir todo su comité federal, pero Ana Botella quiso hacer de Groucho Marx y pidió dos huevos más: ella eliminaría todas las organizaciones juveniles de los partidos, «porque la gente con 17 ó 18 años tiene que estar trabajando o estudiando, formándose». Como si trabajar, estudiar y formarse fueran actividades incompatibles con el acercamiento a la política, y la participación en ésta solo pudiera ser profesional y remunerada. O estaba alterada, o no había entendido nada, o las dos cosas a la vez.

El problema de las nuevas generaciones en los partidos no es que los jóvenes participen activamente en la política. Eso puede ser tan bueno como colaborar con una oenegé, o entrenar a un equipo de niños. El problema está en que esas organizaciones han terminado por reproducir de manera exacta las dinámicas de los partidos políticos que las promueven. Con el carnet de conducir recién estrenado ya ves a algunos cachorros jugando al monopoly de la política, con billetes de papel falsos, pero pegando dentelladas al compañero de mesa y mirando de reojo la fecha del calendario de las próximas elecciones. Es un ecosistema duro, depredador, en el que se imponen los que son capaces de sobrevivir a los cambios que se producen en las cúpulas adultas de los partidos. Este funcionamiento es el que tarde o temprano espanta a los que se acercan por ideales, o sin ánimo de ocupar un cargo público con 23 años.
El interés de los jóvenes por la política y la participación en la vida de un partido se ha confundido con un casting masivo para elegir candidatos a ocupar listas electorales o cargos de confianza. Para muchos, la afiliación supone el inicio de una carrera política que le deberá proporcionar sustento económico durante las próximas décadas. Pero esto está al alcance de pocos. Cuando al cabo de unos años comienza a perderse el impulso inicial de la salida, cuando uno traspasa la edad en que deja de ser joven promesa, entonces, sin formación ni oficio conocido, se percibe el abismo a ambos lados del angosto sendero que te ha ido llevando de un cargo a otro. Y cuando se cruza en el camino otro que pretende el puesto no hay espacio para los dos. Solo puede pasar uno, con su hipoteca y sus hijos en edad escolar. Y entonces ya sólo queda un objetivo: mantenerse como sea, no caer por el precipicio.

Las organizaciones juveniles se justifican por la formación en valores e ideológica de sus miembros (por ejemplo en escuelas de verano con ponentes de nivel, que las hay en todos los partidos), y por la aportación de nuevas ideas a los programas electorales. Y esas no deberían desaparecer, porque contribuyen a dignificar la política y a inculcar respeto por la actividad pública. Pero han degenerado en otra cosa. Lo que hay que desmontar de una vez por todas son esos artefactos levantados a modo de catapultas, esas lanzaderas construidas para la promoción de sus propios dirigentes que mimetizan lo peor de los partidos que les sirven de nodriza.

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