Hace unas semanas se produjo una agresión más grave de lo habitual en un centro hospitalario. Además de lesiones de cierta importancia entre el personal sanitario, se causaron destrozos de consideración en el mobiliario y se tuvo que suspender por unas horas la prestación de servicios a otros pacientes. Uno iba leyendo el relato de aquel día de cólera y se iba haciendo una idea del pandemónium montado entre batas blancas y pijamas verdes, con sillas y camillas volando por los aires. Al final de la crónica, todos los medios de comunicación recogían el dato que uno daba por supuesto desde el principio, aunque no lo hubiera leído aún: los agresores eran miembros de una familia gitana. Y claro, te avergonzabas de ti mismo, porque era la constatación de un prejuicio puro y duro. La inmensa mayoría de estos episodios violentos en los centros de salud los protagonizan miembros de esta etnia, pero uno no quiere dar motivos para que le llamen racista.
Unos días después detenían en pleno centro de Palma a tres hombres de raza negra trapicheando con drogas. La policía fue avisada por teléfono por los vecinos que observaban desde las ventanas de sus domicilios a estos delincuentes actuando sin ningún recato. Eran camellos que, imagino que empujados por la dura competencia en otras zonas, habían desplazado su actividad en busca de nuevos mercados, como por ejemplo el de turistas y adolescentes que se congregan en Es Born. En un primer momento se me calentó la sangre pensando en el efecto demoledor del espectáculo sobre la imagen de una ciudad que recibe decenas de miles de visitantes al año, pero al momento practiqué la meditación para encontrar la paz y el sosiego en mi interior. Te puedes preocupar por la percepción de inseguridad en el paseo más concurrido de Palma, o por la salud pública de los más jóvenes, pero de ningún modo le vas a dar a nadie una excusa para que te acuse de xenófobo, aunque el menudeo de estupafacientes esté controlado mayoritariamente por mafias de inmigrantes subsaharianos.
Se ha puesto de moda Sa Taulera como zona de prostitución masculina y “cruising”, o sea, practicar sexo con desconocidos en lugares públicos. Las explicaciones de los portavoces oficiosos de la policía haciendo auténticas virguerías dialécticas dejan claro el objetivo principal: que ningún ciudadano pueda atisbar en sus declaraciones, ni siquiera fijándose mucho, el menor signo de homofobia. Y de paso, que nadie pueda pensar tampoco que la policía está para aguarle la fiesta sexual a nadie, porque bastante dura es la crisis, vivimos en un país libre, y sólo faltaría que la gente no tuviera derecho a una vida sexual plena, cada uno con sus gustos, siempre que haya algunos árboles por medio. Los vecinos se quejan porque salen a pasear con sus canes por el bosque adyacente a sus casas, a veces acompañados de sus hijos, y se encuentran a parejas masturbándose o practicando sodomía. Pero claro, eso es querer ver la paja en el ojo ajeno, y utilizar la salvaguarda de los derechos de la infancia como excusa para frenar la lucha por la igualdad de derechos de los homosexuales.
La obsesión por respetar los límites de lo políticamente correcto se está convirtiendo en algo patético. Pero lo más grave del asunto es que, para no traspasar esas rayas, hay que violentar de tal manera el sentido común que supone un ejercicio mental agotador, de contención permanente, generador de un estrés que finalmente debemos sacar por algún lado. Así que hay que buscar otras actividades que alivien nuestra tensión, que nos ayuden a descargar adrenalina de una manera socialmente aceptada, en la que todos estemos de acuerdo y nadie proteste demasiado. Lo más sencillo es escoger un colectivo y atizarle duro entre todos, sin demasiados miramientos, y mucho mejor aún si nos ampara el anonimato, porque la máscara del pseudónimo nos libera del resto de caretas. Leo en los principales digitales del país centenares de comentarios ofensivos, injuriosos, ultrajantes, sobre un político que ha dimitido de su cargo. Sobre la compleja relación entre presunción de inocencia, imputación y dimisión de un cargo público no aportaré nada a lo ya escrito por Joan Riera en su excelente artículo de hace unos domingos en estas mismas páginas de opinión. A Pere Rotger un juez lo mantiene imputado al albergar sospechas sobre el destino de dos mil euros de una factura de veinte mil. Sobre la relevancia penal de los hechos tampoco me pronunciaré, que para eso cobra Su Señoría, pero a mi toda esta historia comienza a recordarme demasiado a aquel repugnante proverbio chino que decía: “cuando llegues a casa, pega a tu mujer. Tú no sabes por qué, pero ella sí”. Que en castellano moderno se traduce así: “Cuando leas el titular de la dimisión de un político insúltale. Tú no sabes por qué, pero él sí”. Sería un triste consuelo si al menos estos reyes del insulto anónimo escribieran los mismos comentarios salvajes sobre los gitanos violentos, los nigerianos traficantes o los gays que no respetan el pacífico paseo de hombres, niños o perros.
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