EL FIN DE UN MUNDO

Si ustedes leen hoy este artículo querrá decir que el mundo no ha dejado de girar y la rotativa de este periódico ha seguido funcionando. El tiempo habrá dado la razón a Abraracúrcix, el jefe de la aldea gala de Astérix y Obélix, que sólo temía que el cielo se desplomara sobre su cabeza, «pero eso no va a suceder mañana». Al menos toda esta broma apocalíptica ha servido para profundizar en las teorías mayas sobre la visión del mundo, de incierta utilidad en el siglo XXI excepto para rellenar doscientas columnas de opinión en la última semana.

Tras hacer memoria y repasar notas de viaje, algo de cierto debe haber en esa cosmogonía circular que abre y cierra grandes lapsos de tiempo, porque en los días que visité las pirámides de Chichén Itza trabajaba para Gerardo Díaz Ferrán. Han pasado trece años, pero si tecleamos en Google el nombre del empresario parece que equivalen a los 5122 años del gran ciclo maya. En condiciones normales, se necesitarían al menos esos cinco milenios para completar el periplo vital de GDF. Yo entonces era un pipiolo, que cada mañana que entraba en el despacho pensaba que estaba a punto de descubrir la Coca-Cola. Así que, hasta cierto punto y sin que sirva de excusa, era comprensible el impacto que me provocaba aquella calva resplandeciente, el par de gemelos de oro rosa, las corbatas de seda italiana, los trajes a medida encargados en la mejor sastrería de Madrid, y los relojes que costaban mi salario de un lustro. Uno entonces no sabía muy bien en qué consistía el éxito en la vida, pero pensaba que una de sus manifestaciones debía ser aquella figura imponente que de vez en cuando presidía la mesa de reuniones. Ahora es fácil atizarle duro al muñeco roto, pero sería injusto no reconocer al personaje una inteligencia olfativa para los negocios fuera de lo común. Uno se pasaba semanas trabajando a destajo en la preparación de la oferta para un concurso público, mal durmiendo y ojeroso, y allí aparecía en la reunión definitiva Don Gerardo a las ocho de la mañana, fresco como una lechuga, para apuntar en cinco minutos lo que un equipo de seis personas no había sido capaz de ver en un mes de trabajo. Más tarde uno descubría el tosco truco del mago, cuando le era revelada la consigna del jefe que ya conocían los veteranos: «ganemos el concurso como sea, que luego ya lo arreglaremos». Pero a veces luego no se podía arreglar.

Ya digo que yo era un párvulo que no había cumplido los treinta, un mocoso en términos profesionales pero que, como el búho, me fijaba mucho. Lo suficiente para sorprenderme porque unas empresas con unos resultados de explotación más que aceptables estuvieran sometidas permanentemente a unas tensiones de tesorería más allá de lo razonable. Y si un niñato como yo recién llegado podía darse cuenta de esa anomalía, ¿qué no sabrían otros directivos que llevaban en el grupo más de veinte años? Aquella estrategia de crecimiento basada en un apalancamiento financiero salvaje sonaba a bofetada al sentido común, incluso en los días de vino y rosas de la banca española. Pero claro, eran los Geos, Gerardo y Gonzalo, expertos en operaciones especiales, como asaltar Caja Madrid y liberar el capital necesario para invertir en adquisiciones que ya entonces parecían demasiado arriesgadas. Hoy sólo se pueden calificar como maniobras suicidas que llevaron al desastre completo de sus tropas, a la ruina de miles de familias y empresas proveedoras, pero hace tan sólo una década ellos eran los generales valientes con la pechera repleta de medallas, y algunos directivos pasábamos por la vanguardia acobardada que se escondía al primer disparo de la competencia. Porque si el asunto se ponía realmente complicado siempre había amigos en todas partes, en todos los partidos políticos, dispuestos a enviar refuerzos que evitaran la rendición. Mi renuncia voluntaria a servir en aquel ejército llegó antes de los tres años, y me proporcionó una experiencia impagable y una amistad con algunos de los compañeros de trinchera que hoy perdura.

Volví a ver a Don Gerardo hace un par de años, sentado en una soleada terraza de Jaime III, y ya entonces noté que el reloj le brillaba menos. El viernes se completó el gran ciclo maya, y me gustaría pensar que los indios del Yucatán acertaron en sus predicciones. Que fue el fin de un mundo que no volverá jamás, o que al menos tardará en repetirse 5122 años.

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