No hace mucho tiempo se conoció en los círculos profesionales que frecuentan los juzgados de Palma un caso brutal de venganza de un marido majara, desquiciado por los celos. El tipo instaló una serie de cámaras ocultas en su domicilio conyugal, y filmó a su mujer manteniendo relaciones sexuales con su amante. A continuación distribuyó por email el material gráfico entre amigos, conocidos, compañeros de profesión de su esposa y algún funcionario de la Administración de Justicia. La que hoy es su ex-mujer lo denunció, y el chiflado acabó con sus cuernos en la cárcel, como no podía ser de otra manera. Por el camino quedaron terceras personas sumidas en una profunda depresión, e hijos menores de ese matrimonio marcados de por vida. En definitiva, víctimas inocentes e innecesarias de un salvaje conflicto conyugal que traspasó con mucho, no sólo los límites de la racionalidad, sino los que marca de la ley. Aquellas imágenes, que afortunadamente no fueron del dominio público, estuvieron al alcance de unas decenas de personas que jamás debieron tener acceso a ellas. La cuestión es la siguiente: si aquella mujer no hubiera sido una de las miles de profesionales del derecho desconocidas que abarrotan los juzgados de nuestro país, si hubiera sido la directora de un influyente medio de comunicación, o ministra de igualdad, o presentadora de televisión, o concejal de un pueblo ubicado donde Cristo perdió la zapatilla, ¿cuántos dedos en todo el mundo hubieran hecho click en el ratón de su ordenador para ver aquellas imágenes de alto contenido sexual? ¿Cuántas páginas web de dudosa legalidad, ubicadas en remotos servidores informáticos, hubieran ofrecido el show gratis total durante unos días, o unas semanas, mientras la acción de la justicia se dirigía hacia ellos a paso de paquidermo para cerrarlos o prohibir la difusión de las imágenes?
Te vas haciendo mayor, y si tienes memoria y miras a tu alrededor, consigues aprender algunas cosas. Por ejemplo, que el amor está sobrevalorado. Te martillean desde joven con la importancia de elegir bien la mujer de tu vida, cuando lo trascendental es elegir bien la ex-mujer de tu vida. A fin de cuentas, la primera la puedes cambiar, incluso varias veces, pero la segunda es para siempre, sobre todo si hay hijos por medio. Decía el príncipe de Ligne que “lo mejor que tiene el amor es el comienzo, por eso hay que volver a empezar con frecuencia”. La frase es bella, pero su práctica deviene agotadora y sumamente arriesgada. Nos conformaríamos con no convertir cada separación en una excusa para el uso de bombas de racimo, diseñadas para esparcir odios africanos y llevarse por delante todo lo que encuentra cerca: hijos comunes, amistades, reputaciones.
Cesare Pavese escribió en sus diarios que “las mujeres se casan a veces con un hombre por su dinero; pero por regla general tienen la precaución de enamorarse antes de él”. En realidad Pavese hablaba del poder, y aquí ya entramos de lleno en la política. Y es el amor lo que convierte en vulnerable a cualquier político por poderoso que pueda ser. Sarkozy no hubiera alcanzado la presidencia de la República Francesa sin contar con el silencio elegante de su ex-mujer, Cecilia Ciganer. La lista de ejemplos sería interminable, y el común denominador siempre sería una separación tormentosa. El argumento de que un político lo es las veinticuatro horas del día plantea serias dificultades de orden moral, pero sobre todo práctico. Las primeras dan para un ensayo, así que me centraré en las segundas. Entre éstas destaco dos: la primera, que nos quedaríamos sin políticos, lo cual alegraría a algunos pero no resolvería el problema. La segunda, que no sabemos hasta qué día de su vida debemos retrotraernos. Parece que Obama ha reconocido que hace años probó la cocaína. Quién sabe si alguna vez el Nobel de la Paz le abrió la ceja a alguien por llamarle negro. No lo puedo evitar: cuando escucho a alguien decir que un político no tiene vida privada me viene a la cabeza la imagen de Torquemada, o la de Jomeini.
Paul Valéry lo expresó con belleza: “lo más profundo es la piel”. Cartas de juventud, amistades del pasado, fotografías comprometedoras…, nadie que haya tenido una vida normal fuera de un monasterio cisterciense resulta invulnerable ante la pulsión vengativa de quien ha tenido acceso a su intimidad. En un juicio se invalidan pruebas obtenidas de forma indebida, y en la guerra hay armas prohibidas por el derecho internacional. Si no estamos hablando de delitos, no parece justo que en la política o en los medios de comunicación valga casi todo para destrozar la imagen de alguien.
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