Nada mejor para abortar un debate que plantearlo desde el inicio en términos maniqueos, o sembrándolo de medias verdades, o directamente mintiendo. Y eso por no hablar de la irrefrenable tendencia de algunos a inundarlo todo de ideología, entrando a chorros por la derecha y por la izquierda, desde el centro y desde la periferia, hasta convertir el sentido común en papel mojado. Afirmar que en estos momentos las únicas responsables de un déficit público que no se consigue embridar son las comunidades autónomas es una estupidez como un piano. Pero aprovechar las salidas de tono jacobinas de algunos tertulianos o políticos castizos para aporrearse el pecho en defensa del actual modelo territorial, sin hacer un ápice de autocrítica, es hacer el ridículo ante los ciudadanos de un país hartos de escuchar que la culpa siempre es del otro. Para completar el esperpento, ahora tenemos a varios presidentes autonómicos transformados en velocistas, emulando a Usain Bolt para ver quién llega antes y se lleva más del Fondo de Liquidez Autonómico. Las declaraciones de Artur Mas, las de su conseller de economía y las del portavoz de la Generalitat recuerdan aquello que decían, o dicen, algunas señoras con una particular visión del régimen económico de gananciales en un matrimonio: cariño, lo mío es mío, pero lo tuyo es nuestro. Aquí la novedad estriba en soltarle esto al cónyuge el día en que le pides cinco mil millones de euros para poder pagar las nóminas del personal de la finca, entre otras cosas.
Chulerías de hidalgo arruinado aparte, lo que demuestra este episodio una vez más es lo que todo el mundo sabe, al menos fuera de nuestro país. España, desde el punto de vista de su organización territorial, de la asignación de recursos, de la distribución de competencias y de la corresponsabilidad en materia fiscal y de equilibrio presupuestario, es un estado fallido. Aquí hemos asumido la descentralización política a beneficio de inventario, reclamando el solomillo y quejándonos cuando llegaba el hueso. Se aceptaron en algunos casos competencias mal dotadas económicamente, claro, pero en las áreas de mayor rentabilidad a la hora de hacerse fotos en inauguraciones o colocar amigos y conocidos a cambio de su voto. Al hecho diferencial por una cuestión lingüística se le incrustó Andalucía por un cálculo electoral socialista, y entonces, para evitar agravios comparativos, montamos una verbena sobre el principio del café para todos. Con crisis o sin crisis, antes o después, esto no podía acabar bien.
Cuando el chiringuito del poder territorial sólo se sostiene bajo la premisa de la reivindicación permanente el sistema termina por colapsarse. CIU y PNV han gobernado Cataluña y País Vasco durante la mayoría del actual período democrático, pero si repasamos sus campañas electorales desde el poder, casi todas, encontramos una diferencia sustancial con el resto de partidos. El acento, la carga principal de su mensaje tras años en las poltronas no se encuentra en sus logros políticos, en los aciertos de su gestión, que indudablemente los hay, sino en lo que se les niega, nunca en lo que se tiene, sino en lo que no se tiene. Dejando a un lado las cuestiones identitarias, el debate se desvía permanentemente de lo que se es a lo que se podría ser. Porque constituía un problema grave que un ciudadano vasco o catalán, o de cualquier otro territorio, considerara que disfrutaba de unos niveles más que aceptables en los servicios públicos, en ocasiones por encima de sus expectativas. Llegados a ese punto, se comienzan a apaciguar los ánimos en esa carrera por el autogobierno, y ahora las encuestas nos dicen que a la gente se le está pasando el calentón autonómico de la Transición. De algo tenían que servir estos últimos treinta años de experimentos con gaseosa. Algunos han funcionado, por supuesto, pero otros han salido carísimos. Establecer a priori la bonanza de toda gestión descentralizada es tan absurdo como otorgar un valor absoluto al hecho de ser joven, mujer, o seguidor del Real Madrid.
Pero no se puede permitir que la afición se enfríe, así que vuelta a empezar con el discurso más radical y a pasear los fantasmas jacobinos que estaban dormidos en el desván de la abuela. Planteas la posibilidad de centralizar el gasto farmaceútico y te acusan de ofender la memoria de Sabino Arana o Francesc Macià. Y así las pateras van a llegar a un país en el que los inmigrantes ilegales deberán decidir a qué comunidad autónoma dirigen sus pasos desesperados en función de la diferente cobertura sanitaria que van a recibir.
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