María Elena Vallés entrevista en las páginas de cultura de Diario de Mallorca al artista Miquel Barceló, y en un contexto de temas de actualidad le pregunta por la cuestión lingüística en Balears. El felanitxer le contesta que él es catalanoparlante, que lo ha sido siempre y lo va a seguir siendo. Que él va a defender la lengua y la cultura de su país como el que más, pero que está en contra de las imposiciones, la violencia y la intolerancia. Al día siguiente aparecen los vitrales de la capilla del Santísimo en la Seo destrozados a pedradas. La reparación es costosa y tardará unas semanas en terminarse. Entre tanto, la catedral sigue abierta al culto religioso y a los turistas. En una visita en grupo, un señor de Hannover le pregunta por el salvaje incidente a la guía que los acompaña, y ésta le responde que prefiere no comentar nada sobre el tema porque ella no está allí para hablar de política. Barceló, harto de presiones y amenazas, se va a vivir definitivamente a Mali.
Tras un año de negociaciones para renovar su contrato, Emilio Nsue comunica a Lorenzo Serra Ferrer su intención de abandonar el Mallorca porque tiene la posibilidad de fichar por un equipo que juegue la Liga de Campeones, y que probablemente le pagará una ficha más alta. Desde el el club azuzan un poco a la hinchada y en el primer partido de Liga le gritan desde la grada puto español, o puto guineano, o algo parecido. Entonces José Ramón Bauzá hace unas declaraciones en IB3 pidiendo explicaciones al jugador por su negativa a seguir en el club en el que se formó, le reprocha no haber estado a la altura de las circunstancias y le exige mayor honestidad con la afición rojilla. Es lo que ha hecho Iñigo Urkullu, presidente del PNV, despellejando a Fernando Llorente por no haberse percatado después de tantos años en Lezama de la mística nacional que envuelve al Atlhetic de Bilbao.
Ahora que ETA no va descerrajando tiros en las nucas ni levantando edificios por los aires, ya desprendiéndonos poco a poco de aquel hedor a sangre y vergüenza que todo lo impregnaba, tenemos que descender a estas naderías del arte y el deporte para lograr entender la «normalidad» vasca. Sin muertos parece que se diluye el totalitarismo ideológico disfrazado de sagrado furor patriótico, y para evitar que se disuelva en la bruma ingenua del optimismo, hay que hacer un esfuerzo y trasponer esa versión pintoresca de lo cotidiano en Kortézubi o en Bilbao a nuestra realidad más cercana. Aquí hemos visto casi de todo, pero imaginar al presidente del principal partido político de nuestra comunidad abroncando a un jugador de fútbol por no quedarse en el equipo de su tierra sólo está al alcance de humoristas del absurdo o consumidores de ácido lisérgico.
Nos llenamos de espanto si vemos por televisión cómo la acción bárbara de unos barbudos fundamentalistas desintegra unos budas gigantescos en mitad de un desierto ignoto. Pero en un plano más doméstico toleramos mejor el fanatismo. Agustín Ibarrola pintó casi un centenar de árboles en el bosque de Oma, en lo más profundo de este valle vizcaíno próximo a Guernica. Ibarrola es euskaldún, proviene de una familia obrera, fue durante años militante del Partido Comunista y estuvo en la cárcel por oponerse al régimen de Franco. Posteriormente fue uno de los colaboradores más activos del Foro de Ermua e hizo campaña a favor de UPyD. Unos años después de finalizar su obra, unos votantes del partido cuyo aliento siente ahora en el cogote el PNV, destruyeron la corteza de más de ochenta árboles pintados, y talaron dos de ellos. Al concluir su proeza, se despidieron dejando en la entrada del bosque la siguiente rúbrica: «Ibarrola, fatxa de honor». Hace unos días, sentado a media tarde entre aquellos árboles totémicos, escuché cómo una pareja de Canarias preguntaba por aquella amputación artística a la dinamizadora cultural que acompañaba a su grupo. Fue una salvajada similar a la sufrida por obras de Jorge Oteiza, Jon Iturrarte o Eduardo Chillida en otros lugares del País Vasco, pero la chica les contestó que no estaba allí para hablar de política. Y es que en un bosque pintado con ojos nunca sabes quién te está viendo. En este clima de «normalidad», en otoño, cuando más bello luce el valle de Oma, los vascos acudirán a las urnas, y aproximadamente uno de cada cuatro dará su apoyo a los vigilantes taladores de árboles. Pero estamos tranquilos porque ya no disparan a nadie en la cabeza.
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