Tenía diecisiete años la primera vez que estuve en la capilla ardiente de una víctima del terrorismo independentista vasco. Cuando caminaba detrás de mi padre para dar el pésame a los familiares, un señor que lloraba apoyó su cabeza en mi hombro y me envolvió con unos brazos que acababan en sendos muñones blancos. Le habían abrasado las manos varios cócteles molotov lanzados contra la Casa del Pueblo en Portugalete. En ese momento pensé que, atiborrado de tranquilizantes, me había abrazado confundiéndome con otra persona. Su mujer, militante socialista desde hacía 20 años, falleció un par de días después del atentado con la mitad de su cuerpo calcinado. Tenía 37 años y dejaba dos huérfanos de 13 y 11 años respectivamente. Quizá aquel hombre abrazó ciegamente a la persona más próxima en edad a sus hijos que se encontraba por allí. Recuerdo aquel abrazo como si fuera ayer, y recuerdo que al pensar en los niños imaginé a mi madre muerta dentro de aquel ataúd. El fuego criminal se había quedado de alguna manera dentro de la pequeña sede socialista, y al salir de aquella atmósfera asfixiante no entendía por qué mi padre me había hecho acompañarle a un lugar tan patético. Hoy se lo agradezco, porque prefiero opinar con conocimiento de causa.
Comencé a asistir por entonces a las concentraciones silenciosas convocadas por Gesto por la Paz tras cada atentado terrorista. Al principio éramos cuatro gatos que casi no podíamos ni sostener la pancarta. Un día, cuando ya nos retirábamos, una chica de pelo corto con chapas de Jarrai y Herri Batasuna prendidas en la camiseta, se me acercó sonriendo y me entregó un papelito doblado por la mitad. Lo abrí y leí mi dirección en Bilbao, y también la dirección de mi hermana en Valladolid, donde estudiaba. Cuento esta anécdota de los años de plomo sólo para que se entienda porqué yo en estos temas admito muchas discrepancias, pero pocas lecciones.
Ya digo que en esto no toco de oídas, y por eso sé que no es oro todo lo que reluce. Conozco a una mujer que hizo valer su condición de familiar de un asesinado por ETA en la puerta de una discoteca de Vitoria para entrar gratis. Y he visto a otro, recién enjugadas las lágrimas, comenzar a labrarse una carrera política en las puertas del cementerio en el que acabábamos de enterrar a su hermano. Pero a mí jamás se me ocurriría descalificar a todo un colectivo por la desvergüenza de unos aprovechados.
En aquellos tiempos, el colectivo de víctimas del terrorismo era lo más parecido a un club de leprosos, y la estigmatización social de sus familiares suponía una tortura añadida a la pérdida de un ser querido. En 1993, el diputado José Manuel Barquero interpeló en el Congreso a la Ministra de Asuntos Sociales sobre la supresión de las ayudas públicas a la única asociación existente por entonces, la que presidía Ana María Vidal-Abarca. Matilde Fernández le contestó tranquilamente que no se podía subvencionar a todas las asociaciones que lo solicitaban. Puedo dar testimonio personal de lo terriblemente pesado que puede llegar a ser ese hombre, Barquero, y su obstinación, y la de otros diputados, senadores y parlamentarios vascos, obligó a subsanar una de las injusticias más flagrantes de la historia de nuestra democracia. Cuesta creer que hasta 1999 no se promulgara en España una Ley de Solidaridad con las víctimas del terrorismo.
Me permito hoy esta reivindicación familiar básicamente por dos motivos: el primero, porque a mis años 42 años no me pienso avergonzar, más bien todo lo contrario, de ser hijo de mi padre sólo porque éste haya dedicado una parte importante de su vida a la actividad política, entre otras muchas cosas trabajando por la dignidad y el reconocimiento de las víctimas del terrorismo. El segundo, porque estoy harto de leer y escuchar que todos los políticos son unos vagos, unos corruptos y hasta unos hijos de puta. Dejando a un lado a mi pobre abuela, que en paz descanse y no tiene culpa de nada, el insulto y la descalificación generalizada de la clase política está de moda, da mucho juego en los medios de comunicación y en las redes sociales, y encima te aplauden. Imaginen el plus de pretendida legitimidad para hacerlo si además eres familiar de una víctima del terrorismo. Pues bien, afirmo rotundamente y con el respeto que no todo el mundo demuestra al expresarse en público, que la condición de víctima no excluye metafísicamente la posibilidad de ser injusto con los demás, aunque los demás sean políticos. Como en tantas ocasiones, la realidad se aprecia mejor por contraste: me quedo con la lección de sufrimiento sereno y digno, de dolor sin ira, de mesura y sensatez ecuánime de Montserrat Lezaun, la madre de Diego Salvá.
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