CONTRA EL PESIMISMO PARALIZANTE

Y se hizo la luz. Un señor italiano con nombre de druida pronunció el conjuro y deshizo al instante el hechizo maligno de los mercados. Sabíamos que Draghi mandaba mucho, pero esta condición de supremo hacedor de la tribu monetaria europea convierte el relato periodístico de nuestra agonía financiera en una fábula mitológica. Extendió sus manos sanadoras sobre las cabezas de los hegde founds y dijo: “dejad que los inversores se acerquen a mi”. Y en un segundo, los perros cancerberos que mantienen a nuestro país alejado de una financiación exterior a un coste asumible, se tornaron caniches. De locos.

Aquí todos hemos perdido el oremus. Te subes a un taxi y el amable conductor en diez minutos te da un curso sobre subprimes, defaults, el FROB y los fondos de estabilidad. Si es la hora del desayuno te comunica cómo ha iniciado esa mañana la prima de riesgo su viaje adrenalínico por la montaña rusa. A la hora del Angelus te hace una estimación del cierre del IBEX 35, y a la hora de comer te informa sobre la apertura en Wall Street. Seguir al minuto la evolución de los mercados financieros se ha convertido en práctica común para miles de personas incapaces de comprender los mecanismos internos de funcionamiento de un sistema especulativo por definición, y sometido en estos momentos a una volatilidad ni siquiera soportable para la salud cardíaca de algunos profesionales de la inversión bursátil. Hoy no hay periódico digital que no actualice cada mañana tres veces la información que antaño leíamos en las páginas salmón de los diarios económicos, con un día de retraso y acompañada de un análisis más sosegado. Esta sobredosis de contenidos no es inocua, y sus efectos sobre millones de pequeños accionistas, o titulares de un fondo de pensiones, o simplemente impositores de cualquier entidad bancaria, son devastadores. El bombardeo on line y sin tregua por medios de comunicación de lo más variopinto, que mezclan la crónica social veraniega con una descripción exhaustiva y minuciosa de las sesiones en el parquet, ni aporta información útil ni contribuye a generar un estado de ánimo sereno, que es el que hay que tener cuando las cosas vienen mal dadas.

La percepción de catástrofe inminente en España, de explosión nuclear que se llevará todo por delante, dura ya cuatro meses. El artefacto iba a estallar cuando la prima de riesgo superara los 500 puntos básicos, y hemos tocado los 640. Reventaría al superar el 6% nuestro bono a diez años, y estamos rozando el 7%. Parece que tenemos una bomba de neutrones financiera sobre nuestras cabezas, un gigantesco botafumeiro de activos tóxicos oscilando desde Santiago a Palma, y desde Bilbao a Málaga, rociándonos a todas horas de un pesimismo paralizante. La situación es muy grave, pero se ha generado de manera irresponsable una ansiedad insoportable que bloquea cualquier decisión de gasto o inversión, por sensata que ésta sea.

Hay que explicar la cruda realidad sin ensañamientos innecesarios. Nuestra tradicional tendencia como país a la autoflagelación, unida al pecado patrio favorito, la envidia, ha terminado por colocar una pesada losa, otra más, sobre los diecisiete millones y medio de españoles que afortunadamente siguen con empleo y que son los que deben empujar este pesado carro. Hoy hay personas que se matan a trabajar durante once meses para mantener un nivel de vida similar al que tenían hace unos años, y que te comentan avergonzadas, en voz muy bajita, que se van de vacaciones una semana al extranjero, como si fuera una provocación o una chulería el podérselo permitir. Hay profesionales que utilizan un coche de empresa con un renting vencido, y que no lo cambian por si le critican sus vecinos al verle llegar a casa. Hay amas de casa que no sustituyen su lavavajillas averiado para evitar maledicencias de escalera. Miles de familias están viviendo una situación dramática, pero estamos llegando al absurdo de una depresión del consumo interno basada en argumentos totalmente irracionales. Se está renunciando a un gasto moderado y responsable por no herir la sensibilidad ajena. Quien puede hacerlo, se está negando a afrontar una inversión ventajosa por temor a que el cielo del norte de Europa se desplome al momento sobre nuestras cabezas. Pero eso, como decía el jefe de la aldea gala de Asterix y Obelix, no va a suceder mañana.

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