Conocí a Margarita una noche de verano hace ocho o nueve años. Confundiéndome con un turista, me abordó para que entrara en una discoteca del Paseo Marítimo de Palma. Trabajaba de relaciones públicas, pero no sabía que yo ocupaba un puesto directivo en el mismo grupo empresarial que la tenía contratada. Automáticamente improvisé la técnica del cliente misterioso, dejándola hacer su trabajo sin sacarla de su error. Era buena en lo suyo: simpática, educada y persuasiva sin resultar agobiante. Y lo más importante: saltaba a la vista que se tomaba muy en serio un trabajo aparentemente frívolo o de baja cualificación como el que tenía. Este es un rasgo imprescindible, aunque no suficiente, que define la personalidad de los que progresan en la vida: hagas lo que hagas, hazlo bien.
Margarita es rusa, y su historia podría ser la de tantos compatriotas que a finales de los noventa emigraron de un país sumido en el caos económico y la inestabilidad política: una joven lista y guapa que había aprendido varios idiomas a velocidad de vértigo y que se ganaba bien la vida en un destino turístico del sur de Europa. En aquellos días, un buen relaciones públicas trabajando a destajo ingresaba en cuatro meses lo suficiente para vivir holgadamente todo el año, incluyendo un viaje de un mes por Tailandia o Brasil al finalizar la temporada estival. Pero en el caso de Margarita se añadía una particularidad mucho menos frecuente entre sus compañeros: estaba matriculada en la Facultad de Derecho de la UIB.
No la había visto ni había sabido nada de ella desde entonces, hasta que la semana pasada volví a encontrarla en unas circunstancias muy distintas. Intervenía en un coloquio sobre mercados turísticos emergentes, oportunidades de negocio y nuevos inversores de países como Rusia o Ucrania. Allí estaba ella, junto a abogados, brokers inmobiliarios, profesores universitarios, directivos de compañías hoteleras, empresarios y asesores fiscales. Me acerqué a saludarla en el receso y me contó que al terminar la carrera había montado un despacho en Palma y que le había ido bien, pero que hacía un año se había trasladado a Barcelona porque confiaba en encontrar allí muchas más oportunidades profesionales. En realidad, creo que no me sorprendió en absoluto tropezármela en un lugar lleno de emprendedores e individuos que ni se acomodan ni se rinden ante el devastador tornado de pesimismo que nos arrastra cada día. Mientras escuchaba su intervención sentado entre el público, en el fondo imaginaba una historia parecida, y pensándolo bien, aquel era el lugar más probable y adecuado para encontrarse a una persona luchadora y con una ambición razonable por crecer profesionalmente.
Unas semanas antes, sentado en una terraza de Palmanova, un hombre de mediana edad se me acercó y me preguntó si era Barquero, el del Diario de Mallorca. Le contesté que sí, y entonces me comentó que algunos de mis artículos le gustaban, pero que otros los encontraba demasiado flojos porque no les daba suficiente caña a los políticos. Le dije que trataba de escribir con responsabilidad y lo mejor que sabía, pero que quizá tuviera razón. Fue cordial y le agradecí su crítica y sus comentarios. Charlamos unos minutos. Se llamaba Joan, y me contó que tiene dos hijas y que su mujer es profesora en un colegio público. El trabaja como fijo discontinuo en un hotel de la zona desde hace muchos años. Le pregunté si nunca se había dedicado a otras cosas durante la temporada baja, y con toda naturalidad me contestó que ni se lo había planteado. Vive con su familia en un piso recibido en herencia, así que no paga hipoteca. Cuando él tiene que trabajar más horas, su esposa dispone de dos meses completos de vacaciones para ocuparse de las niñas. Me explicó que son una familia de gustos sencillos y tienen sus necesidades cubiertas con lo que ingresan entre salarios y prestaciones. El único lujo que él necesita consiste en poder pescar algunas mañanas de invierno en el Portitxol tras dejar a sus hijas en la escuela. Puso las palmas de sus manos hacia arriba, y mientras las balanceaba me miró con una sonrisa pacífica y sincera: “Si sumo y resto, no me compensa trabajar todo el año”.
Este país se va a al carajo, entre otras cosas, no porque la historia de Margarita nos deje admirados, sino porque la de Joan la aceptamos como la más normal del mundo.
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