Hubo un tiempo en que las cosas funcionaban de otra manera. Era una época en la que los empresarios salían menos en las fotos. En aquellos días también se visitaban presidentes, y alcaldes, y tenientes de alcalde. Incluso había que acudir con un punto de servilismo a la llamada de algún sargento chusquero metido a funcionario, pero con el suficiente poder para tumbarte un proyecto importante. Eran días en los que un empresario mallorquín se podía presentar con un plan de inversión de cuarenta millones de euros, avalado por su patrimonio y los beneficios de su grupo empresarial, con el visto bueno por escrito de varias entidades financieras, y casi tenía que suplicar que le permitieran llevarlo a cabo. Había que explicar con tino y constancia, por ejemplo, que cambiar un uso urbanístico de residencial a servicios no era un pelotazo, sino todo lo contrario. Eran años en los que en Balears se rozaba el pleno empleo, y cuando hablabas de crear cuatrocientos puestos de trabajo directos o no te escuchaban, o asentían lentamente con la cabeza como diciendo: “pues qué bien”.
Se trabajaba en silencio, muchas horas, durante meses. Se invertía mucho dinero y toneladas de ilusión antes de perpetrar el primer powerpoint. En el camino se tenían que ir derribando muros de reticencias y desconfianzas, esquivando puñaladas, deshaciendo rumores. Todo ello sin permitir que el desánimo te venciera en esos días en los que no sabías si estabas impulsando un proyecto de ocio que permitiría mantener abiertos una decena de hoteles en invierno, o una operación de contrabando internacional de armas nucleares, tal era el grado de dificultades a superar. Es cierto que un empresario local no se puede presentar con el aura de un inversor internacional, y que un apellido mallorquín puede tener menos glamour mediático que uno holandés, norteamericano o ruso. Pero también es verdad que existen más posibilidades de que el nativo conozca mejor que el foráneo las peculiaridades de los negocios en la isla, la manera de atenuar la estacionalidad o la dimensión óptima de un proyecto para no fracasar por megalómano.
Ya digo que, tras cientos de horas de trabajo y enormes recursos invertidos, no existía una foto acreditativa ni del esfuerzo realizado, ni de la aquiescencia política verbal. Obviamente, el beneplácito inicial en absoluto constituía una garantía de éxito final, porque podía suceder que un legionario de la competencia, con los suficientes galones y contactos en Madrid, invocara a Cristo Rey en favor de su cuenta de resultados. Y como la fe mueve montañas, todo un vicepresidente del gobierno, que en aquellos días no estaba ocupado en fracasar una y otra vez en las elecciones andaluzas, podía descender a las arenas autonómicas para abortar a golpe de teléfono un proyecto empresarial que podía perjudicar a un amigo. Eran los días de vino y rosas, en los que un presidente se podía quitar de encima una inversión garantizada de cuarenta millones de euros como quien se aparta una mosca de un manotazo. Se te abrían las carnes al comprobarlo mientras contemplabas en el telediario al otro vicepresidente del gobierno, predicando todo el rato sobre el necesario fomento de la libre competencia entre empresas para mejorar la productividad e impulsar el crecimiento de la economía española.
En la última reunión, la del pésame y las condolencias por el óbito del emprendimiento, tampoco había fotos. Y cuando ya salías con los planos del feto bajo el brazo, abatido y un poco zombi, te comentaban no se qué de Roland Garros, y lo guapo que sería tener en Mallorca una infraestructura permanente para grandes eventos deportivos de escala mundial. Y uno no sabía si ponerse a reír o a llorar. Y antes de preguntar quién coño iba a mantener ese mamotreto todo el año, te dabas media vuelta y te ibas cabizbajo. Y años más tarde levantabas la vista y te encontrabas plantado un Palma Arena como el que se encuentra un champiñón en el campo.
Una década después las circunstancias han cambiado mucho. Parece que los proyectos sensatos, rentables y creíbles es mejor plantearlos en Brasil, China o Dominicana. Entonces no nos queda más remedio que aferrarnos desesperados a las perneras del primer Tío Gilito que aparece con ínfulas de Mr. Marshall. Eso sí, fotogénico. Es lo que hay.
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