UN RUEGO A LA IGLESIA CATÓLICA

Nunca he sabido si aprender a callarme a tiempo es algo de lo que sentirme orgulloso. En mis tiempos se recibía el sacramento de la Confirmación a una edad bastante tardía, finalizando la adolescencia. Pocos días antes de la ceremonia nos reunieron a todos los alumnos de aquel curso en la biblioteca del colegio y el obispo de Vitoria nos visitó para hablarnos sobre los valores cristianos. Eran los años de plomo del terrorismo de ETA, cuando la prima de riesgo por no ser nacionalista en Euskadi se acercaba peligrosamente a los cien muertos anuales. Ello no fue obstáculo entonces para que su ilustrísima nos vomitara aquel discurso atroz de la Iglesia vasca sobre la equidistancia, las razones de unos y de otros y el conflicto político subyacente. Al final se abrió un turno de preguntas e intervine para decirle al prelado que, con todos mis respetos, no conseguía encajar dentro del mensaje evangélico esa postura de neutralidad, cuando no de indiferencia, frente a las víctimas inocentes de la barbarie etarra. Creo recordar que lo estaba haciendo bien, sereno y templado ante la egregia figura de tan alta autoridad eclesiástica, pero de repente se escapó de mis labios la palabra desvergüenza, y luego asco, o náusea, o algo parecido, y ya no lo pude arreglar. El director del colegio me fulminó con la mirada y a los pocos minutos dio por concluido el acto. Me sacó al pasillo con su garra derecha apretando mi antebrazo, y me gritó un montón de cosas que no escuché porque estaba más pendiente de los salivazos que expelía aquella boca iracunda a escasos centímetros de mi rostro. Me salió cara la sinceridad, y los últimos meses del bachillerato me los hizo francamente difíciles aquel ser vengativo.

El obispo de Vitoria por entonces, monseñor Larrauri, era uno de los palmeros que jaleaban los mítines políticos nacionalistas pronunciados desde un púlpito por José María Setién, responsable de la diócesis de San Sebastián. Un par de años después de mi aciaga intervención, unas decenas de personas se concentraban en silencio ante la iglesia donostiarra de El Buen Pastor, en protesta y duelo por uno de tantos asesinatos. Setién pasó a escasos metros de los congregados, los miró y siguió caminando sin detenerse. Lo cuenta uno de los allí presentes, Iagoba Bermeosolo, en su novela Noviembre en soledad (editorial Alhulia). Así se escribía la historia de la Iglesia vasca hace treinta años.
En la última misa de Viernes Santo, Miguel Asurmendi, obispo de Vitoria desde 1995, ha dicho que «hay centenares de víctimas inocentes a las que se les niega el reconocimiento, mientras se ha tratado con benevolencia a los que ejercieron el terrorismo». El sucesor de Larrauri trata de reparar una dolorosa injusticia cincuenta años después del nacimiento de ETA. El hecho invita al optimismo, porque la petición de perdón por la condena del santo oficio a Galileo Galilei se retrasó casi cuatro siglos.

Ese mismo día el obispo de Alcalá dedicaba una parte de su sermón a criticar la homosexualidad, ligándola a la prostitución, la corrupción de las personas y el infierno. Sólo se echó en falta en esa flamígera homilía la palabra «maricones». Ni las meretrices de Judea recibieron en su día tan duras palabras de Jesús de Nazaret, quien sólo descargó su furia contra los mercaderes del templo, lo que vienen siendo hoy los especuladores financieros que disparan el coste de nuestra deuda exterior. La semana anterior Benedicto XVI regresaba a Roma tras sonreír beatíficamente en La Habana a un caimán sanguinario disfrazado de venerable anciano. En su apretadísima agenda, su santidad no encontró ni quince minutos para reunirse con la disidencia cubana. Pero no perdamos la esperanza. Aunque no hay certezas al respecto, todo apunta a que en el año 2050 Fidel Castro habrá muerto. Y no me cabe duda de que para entonces el Vaticano habrá pedido perdón a las víctimas del castrismo por su falta de compasión hacia ellas. Y probablemente para entonces también se habrá disculpado con los homosexuales por siglos de ofensas. Se comprende que una institución milenaria como la Iglesia católica tenga unos ritmos propios alejados de las prisas terrenales. Sin embargo, en cuestiones tan evidentes como las citadas, las personas que se conmueven ante el padecimiento ajeno, y especialmente las que defendemos los valores universales del cristianismo, agradeceríamos encarecidamente a la jerarquía eclesiástica que agilizara los trámites del acto de contrición, para así aliviar nuestro bochorno y no tener que soportar esta vergüenza durante décadas.

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