ALGO PERSONAL

Conocer los detalles del comportamiento del capitán Schettino al mando del crucero Costa Concordia nos han ido llevando desde la perplejidad a la indignación, hasta acabar al borde de la náusea. Los balbuceos grabados de un tipo con responsabilidad en ese momento sobre la vida de cuatro mil personas sobrecogen al más indiferente. Y más al saber que una de las razones para acercar esa ciudad flotante a escasos metros del litoral fue impresionar a la chati rubia que llevaba de acompañante, como si fuera un macarra poligonero quemando rueda de su buga tuneado. Es una broma macabra escuchar a este individuo resistiéndose a volver al barco que se hundía para coordinar su evacuación oponiendo la excusa más pueril que cabe imaginar: «Es que está muy oscuro». Con los años nos van quedando menos ideas nobles a las que aferrarnos, y una de ellas era el honor de las gentes del mar, personas solidarias abrazadas a un código de valores extinguido en tierra firme, una suerte de reserva espiritual planetaria que parecía sobrevivir exclusivamente en el medio marino. Y ahora nos encontramos con que un cretino cagón puede estar al mando de un buque gigantesco. ¿Cómo es esto posible?

En uno de sus brillantes artículos, Eduardo Jordá relacionaba hace unos días en estas mismas páginas este caso de absoluta irresponsabilidad con una actitud extendida entre financieros, políticos y responsables públicos al desentenderse de los problemas creados o agravados por ellos mismos. Tiene toda la razón, pero yo quiero ir un poco más lejos. Hace unos meses uno de los numerosos imputados por el caso Palma Arena me contaba una anécdota real. En una reunión con responsables políticos de varias instituciones uno de ellos protestaba por el tremendo sobrecoste que comenzaba a aflorar en las obras del velódromo. La discusión iba subiendo de tono, hasta que alguien la zanjó con una sola frase: «Joder chico, parece algo personal, ni que el dinero fuera tuyo». Es decir, tomarte tu trabajo al gestionar los recursos públicos como «algo personal» no sólo constituía una extravagancia, sino también un motivo de befa. Sobran los comentarios porque no hay discrepancia al reconocer las consecuencias de los actos de los malos gobernantes, de la tiranía de los grandes especuladores de capitales, mal llamados mercados financieros, de la corrupción sofisticada de las agencias de calificación. Pero, ¿qué hay de los directores de pequeños sucursales bancarias que te ofrecían un crédito para irte de crucero con toda la familia? ¿Qué hay de los que aceptaron endeudarse de una manera que abofeteaba el sentido común? ¿Qué pensamos de los padres desertores de sus obligaciones familiares que culpan en exclusiva a los profesores o al sistema educativo de tener unos hijos analfabetos y asilvestrados? ¿Qué pasa con los funcionarios que, para no meterse en problemas, miran hacia la ventana y silban cuando un político comienza a hacer interpretaciones creativas sobre la Ley de Contratos del Estado? ¿Qué pensar de los empresarios que achacan todos sus males a la vagancia de sus trabajadores? ¿Y de los empleados que se escaquean todo lo posible mientras analizan café en mano la inutilidad de sus jefes? Si las cotas sonrojantes de absentismo laboral de países como España o Italia sólo son posibles de alcanzar gracias a la existencia de un elevado número de caraduras, ¿por qué uno de tantos no iba a llegar a ser capitán de navío?
Si todo esto no hubiera sido moneda común durante demasiado tiempo, o al contrario, si todos nos tomáramos nuestras finanzas (también en épocas de bonanza económica), la educación de nuestros hijos, o nuestras obligaciones laborales como «algo personal», disminuirían mucho las probabilidades de que un majadero como el tal Schettino llegara a tener en sus manos las vidas de tantas personas.

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