El pasado martes la versión canina del gran Santiago Auserón nos regaló un rato de felicidad a ritmos mestizados de blues, jazz y son cubano. El músico aragonés convirtió el Teatro Principal de Palma en el patio de su casa en Santa María, y nos invitó a entrar y ponernos cómodos. Y entre las perlas de su arte nos fue dejando también anécdotas vitales, notas de humor y algún pensamiento brillante. Sólo un filósofo viajado que vive de su poesía musical puede proclamar que en Mallorca ha conocido la luz más lenta del mundo viendo atardecer en la Colonia de Sant Jordi. Y uno se recuerda en Cala Carbó, en San Telmo, o en el Portitxol y tiene que rendirse ante la inteligencia sensible de quién ha sabido describir toda esa belleza en una sola frase.
Se lo cuento a mis amigos en Vitoria, en vísperas de Nochebuena, tomando potes por el Casco Antiguo. No lo voy a negar, presumo siempre de mi tierra adoptiva, y noto su envidia sana cuando les hablo de Mallorca. Este año hemos ventilado con especial celeridad su tradicional interrogatorio navideño sobre el Palma Arena y demás casos judiciales, para dejar espacio a nuestros recuerdos juveniles sobre Urdangarín. Al final descubrimos que el más duro de nosotros en sus juicios sobre Don Iñaki en realidad está ajustando cuentas por un partido de básket disputado un verano hace veinticinco años, con codazo en la nariz incluido. Las risas se producen en mitad del parque de La Florida, en alguno de los diez millones de metros cuadrados en zonas verdes de los que dispone esta ciudad. Y en ese momento es a mi cuando me corroe la envidia. Vitoria ha sido declarada recientemente Capital Verde Europea 2012, sustituyendo a Hamburgo (2011) y a Estocolmo (2010). Este el premio a un modelo de ciudad fraguado durante más de tres décadas por la constancia en la aplicación de unas políticas medioambientales destinadas a resolver los problemas ecológicos y a mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Y esto sólo ha sido posible por la conjunción de dos factores: en primer lugar, los pilares fundamentales de ese modelo de ciudad sostenible han sido defendidos sucesivamente por alcaldes del PNV, PSOE y PP, sin grandes vaivenes, basándose en amplios consensos y sin la virulencia política propia de ámbitos distintos al municipal. En segundo lugar, y aún más importante, el compromiso de la ciudadanía, impulsado desde las instituciones, en materias como la limpieza, el tratamiento de residuos, la movilidad o el consumo responsable de agua, que ha sido considerado ejemplar por parte de la Comisión Europea.
Lo digo sin vergüenza: se me cae la baba cuando paseo por Vitoria, o cuando corro por uno de sus parques, o cuando subo a su tranvía. Y sobre todo, es una lección comprobar el entusiasmo y la dedicación a este proyecto común de cada vitoriano desde su responsabilidad. Un proyecto que no tiene que ver con utopías ni radicalismos ridículos, sino que está basado en la única alianza que puede hacerlo triunfar: la del medio ambiente y la economía. Hace unos días el Comisario Europeo de Medio Ambiente, Janez Potocnik declaraba que “Vitoria es la ciudad en la que a todos nos gustaría vivir”. Y ello a pesar de su duro clima en invierno, una discreta oferta cultural y de ocio, y el ambiente escasamente cosmopolita de la que hace años se definía como “una ciudad de curas y militares”.
Casi el ochenta por ciento de los europeos viven en ciudades de tamaño medio como Vitoria, o como Palma. Y ya que nosotros podemos disfrutar de la luz más lenta del mundo, propongo que, en todo lo que no nos ha regalado la naturaleza, que es mucho, copiemos sin disimulo a los que han sabido durante años hacer las cosas mejor que nosotros. Regreso a Palma verde de envidia.
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