Un senador de Texas ha declarado recientemente que considera un “privilegio extremadamente inadecuado” la comida especial que se ofrece a los condenados a muerte antes de su ejecución. Ocupados como estamos en llegar a fin de mes, nos queda lejos esta nueva manifestación de la América salvaje y pistolera que confunde la compasión con la debilidad. Desde la admiración hacia una sociedad civil potente y organizada al margen de los partidos políticos, y a una cultura del emprendimiento que impregna gran parte de su actividad económica, la versión esquizofrénica y farisea del país que parió al juez Lynch me provoca náuseas. Es imaginable el espanto de un culto liberal bostoniano escuchando a un telepredicador del Tea Party en un pueblecito de Indiana. Francamente, una nación que fue capaz de jalear a un tiempo el pacifismo hippy y la Asociación Nacional del Rifle debería tumbarse un rato en el diván del psicoanalista para tratarse este caso de desdoblamiento colectivo de personalidad. Como no vi la foto del justiciero tejano metido a político, le pongo la cara de Robert Mitchum en su papel del reverendo Harry Powell en “La noche del cazador”, dando la rueda de prensa con sus nudillos al frente, bien visibles: LOVE en la mano derecha, HATE en la izquierda.
Afortunadamente, en España se habla muy poco de la pena de muerte y sólo ante el cadáver caliente de un niño. Pero sin llegar a los extremos de ensañamiento yanqui, aquí también hay quien se apunta a la teoría de la función estrictamente punitiva de la pena. Algunos funcionarios de prisiones piden la dimisión del director de la cárcel de Palma porque está convirtiéndola en un “circo” con su decisión de organizar conciertos, representaciones teatrales, desfiles de moda o veladas de boxeo. Manuel Avilés es la antítesis del personaje gris, oscuro y turbio de alcaide de presidio norteamericano que nos ha presentado Hollywood. Al contrario, su personalidad sociable, expansiva y locuaz chirría especialmente en una sociedad en la que la vida de los reclusos en los centros penitenciarios ha sido o un tabú o un simple argumento para la ficción cinematográfica.
Desde fuera de la alambrada se distinguen tres tipos de presos: una minoría violenta, peligrosa y de casi imposible reinserción, a la que hay que dar de comer aparte. Otra minoría de condenados que pasan una parte importante de su condena en estado catatónico preguntándose cómo es posible que ellos estén allí: sin establecer comparaciones, se me ocurre pensar en el autor de un crimen pasional, en un estafador ocasional o en un político corrupto, personas para las que la cárcel constituye un terrible paréntesis en sus vidas que deben superar de la manera menos lesiva que les sea posible. Y finalmente está la mayoría de internos, personas que desgraciadamente y dado el entorno marginal del que proceden, siempre contaron con más posibilidades que otras de acabar encerradas, aunque ello no les sirva de excusa. Yo no sé a cuántos de éstos la cárcel puede ayudar a reinsertarlos, pero ya sería un éxito notable que no acabara de hundirlos para siempre en el pozo de hastío, rabia y frustración en que suele convertirse un centro penitenciario. Una vez le pregunté a mi padre por qué cuando era joven nunca me castigó con no dejarme hacer lo que más me gustaba, jugar al fútbol. Sonrió y me contestó que en aquellos años revoltosos de adolescencia mientras hacía deporte no podía al mismo tiempo hacer otras cosas. Supongo que algo así debe pensar el director de cárcel de Palma para gestionar la convivencia del colectivo de reclusos, bastante más conflictivo que el de chicos con hormonas en plena ebullición.
Convendría que en ese “circo” los que tradicionalmente han ejercido de domadores de fieras no terminen actuando sin querer de bufones, o lo que sería más sorprendente, convirtiendo a Manuel Avilés en nuestro Brubaker local.
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