Leo en Diario de Mallorca la entrevista a José Ramón Bauzá. El mismo día leo un post de Paul Krugman en su blog sobre el callejón sin salida del euro. Aparece en otro periódico una entrevista a Christine Lagarde, directora-cirujana del FMI, explayándose con elegancia sobre tijeras, bisturíes y demás objetos cortantes. Ojeo en páginas de color salmón sesudos análisis económicos, algunos brillantes, pero todos apocalípticos. Para evitar dudas, uno de ellos está ilustrado con una foto del segundo previo al fin del mundo: una calle desierta en Atenas, con barricadas, humo y fuego. Días después conozco las cifras del paro, dramáticas en toda España y especialmente brutales en Balears cuando aún no han llegado los meses más inclementes de nuestro crudo invierno turístico. Y no sólo turístico: me cuentan que a varias de las grandes constructoras de nuestra comunidad las entidades financieras ya no les descuentan ni los pagarés de la Administración. Hay obras públicas ejecutadas y recepcionadas de las que no se ha pagado ni un euro en casi dos años. A un paso del concurso de acreedores y los despidos masivos, algunos empresarios vigilan el devengo de tasas e impuestos municipales y llegan a amenazar con querellas por prevaricación a políticos y funcionarios para evitar que se salten el orden legal de prelación en los pagos de facturas pendientes. Antes que esta olla a presión reviente tendremos un otoño caliente gracias a las hogueras prendidas en la educación y la sanidad pública de Madrid y Cataluña respectivamente. Continúo con el ejercicio de masoquismo y en el telediario de la 1, tras los puñetazos pre-electorales y la necrológica bursátil diaria, presto atención a un reportaje sobre los desahucios por impago de hipotecas. Los testimonios, obviamente, son desgarradores. El de una pensionista septuagenaria que avaló con su piso a su hija me deja sin apetito en mitad de la cena. Sentada a mi lado, mi hija de once años me pregunta: Papá, ¿por qué en los telediarios sólo dan las noticias malas? Estoy a punto de contestarle “porque no hay ninguna buena”, pero me contengo, y me alegro de hacerlo por dos motivos: en primer lugar, porque un niño de esa edad no se merece ese cachete verbal disfrazado de pretendido realismo, y en segundo lugar, porque es falso. Se han dicho muchas mentiras en estos últimos cuatro años, pero una de las más grandes es afirmar que nuestros hijos van a vivir peor que nuestros padres. En todo caso, esto les podrá ocurrir a los nietos de algunos reyezuelos inmobiliarios, pero no desde luego a los de la clase media de este país. Distinto es que nos hayamos olvidado de las condiciones de vida de la abuela maestra de escuela o del abuelo pagès o contable en una pequeña empresa. Porque una cosa es repensar unas expectativas vitales, en muchos casos falsas, que nos habíamos creado, y otra muy distinta quemarnos a lo bonzo frente al espejo, que como espectáculo mediático puede quedar muy vistoso pero resulta poco práctico a la hora de salir de los problemas.
Sin darnos cuenta hemos entrado ya en una fase de flagelación colectiva permanente que nos hace perder una visión más serena y global de la vida, del mundo y de las relaciones humanas. Llegaremos a pensar que si el editor de un informativo no concede el noventa por ciento del minutaje a la crisis económica y a la bronca política nos está engañando, está camuflando el drama, nos está mostrando un campo de amapolas para sedarnos y que no estallemos de cólera. Ya sé que es difícil adoptar una actitud positiva ante los problemas cuando la única luz que se ve al final del túnel es la del tren que te va a arrollar. Difícil, sí, pero no imposible. Y no es sólo una cuestión de supervivencia, sino también práctica para tratar de mejorar nuestro día a día. Considero un flagrante error de comunicación política no insistir de manera convincente en un mensaje de confianza en el futuro a la hora de anunciar decisiones y medidas impopulares. Pero al mismo tiempo me niego a aceptar que un gestor de lo público, un economista o un periodista influyente se conviertan en administradores únicos de mi estado anímico. El telediario de mi vida lo quiero editar yo.
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