LA SGAE, FLETADORA DE PIRATAS

Era tan fácil que asustaba. Me lo explicó un amigo, delante de su ordenador: bajarte libros de internet está tirado. Me costaba creerlo, pero observaba su ingente biblioteca guardada en el Mac y aumentaba mi asombro. Más tarde probé a hacerlo yo en mi casa, primero con un libro de Angeles Caso que pagaría para que no me lo regalasen, y en segundos allí estaba. Entonces pensé estúpidamente que sería más complicado encontrar libros que de verdad me interesaran, y en diez minutos tenía instalados en mi PC uno de Philip Roth, otro de Lobo Antunes y un tercero de Patrick Modiano. Completado el atraco, apagué el computador desolado, no tanto por mi botín sino por comprobar la limpieza del delito. Y ahora viene lo peor: la persona que me enseñó a reventar la caja fuerte de la propiedad intelectual literaria no era ningún hacker veinteañero, ni alguien que tuviera que hacer un esfuerzo económico para comprar un par de libros al mes, sino una persona madura, respetable, trabajadora, próxima a su jubilación, en desahogada posición económica después de muchos años ganándose bien la vida. Y me lo explicó sin el menor atisbo de remordimiento o mala conciencia. Al contrario, bien orgulloso. Para almacenar la música que se había bajado de la red ya necesitaba discos duros externos.

No he tenido el coraje de leer esos libros, y debo ser uno de los pocos lelos que en su ipod no tiene más que las canciones importadas de sus discos y las compradas en iTunes. Creo que un euro es un precio más que razonable por disfrutar de un tema que te gusta y que podrás escuchar ya siempre que te apetezca. La cuestión a resolver es porqué en España el nivel de piratería intelectual supera con creces el de otros países de nuestro entorno, y además no está mal visto, porque el personal no se corta un pelo ni en ganar dinero delinquiendo ni en hurtar el trabajo de los demás. Para mí la respuesta es clara: por la SGAE. Lo primero que pensé hace años al entrar en su sede palmesana, sita en un casoplón de la calle Sant Jaume, fue lo caro que debía ser el alquiler de esas oficinas. Pobre iluso, habían comprado todo el inmueble tiempo atrás. Inmediatamente intuyes el caché de los abogados que esta gente se puede permitir pagar, y piensas si no será ese el motivo de tanta ostentación: la intimidación. Reconozco que a mí no me intimidó demasiado, porque los letrados de la empresa para la que trabajaba eran cualquier cosa menos mancos, pero puesto en el lugar de una pareja de novios, del propietario de un pequeño negocio o del presidente de una asociación de vecinos, me entrarían sudores fríos. Recuerdo a alguno de sus inspectores y me vienen a la cabeza esos señores que se presentan en casa de los deportistas de élite a las seis de la mañana para extraerles sangre.

El caso de la SGAE es un ejemplo palmario de cómo una absurda política de comunicación y una pésima gestión de la razón legal puede provocar el incumplimiento generalizado de las normas, por más justas y razonables que éstas puedan ser. La coerción pura e indiscriminada no puede constituir la única razón de ser las leyes. La mayoría de ciudadanos tiene que cumplirlas por convicción, y no sólo por el temor a una sanción. Esa estrategia vampírica, prepotente y miserable con los más débiles, convenientemente amplificada por sus enemigos, ha destrozado la imagen de todo un colectivo, y lo que es más grave, ha dado argumentos a los cuatreros para jactarse de sus actos y presentarse a lo Robin Hood. Por si no bastara, toda esta reyerta tabernaria a la que estamos asistiendo para ver quién se queda el juguete millonario nos despeja todas las dudas sobre la catadura moral de algunos de los responsables de la SGAE.

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