Días antes de demostrar al mundo lo mucho que le gustan las mujeres aunque él no les guste a ellas, Dominique Strauss-Kahn declaraba que “ nos enfrentamos a la perspectiva de una generación perdida de gente joven, destinada a sufrir durante toda su vida peores empleos y condiciones sociales». No hay país del mundo desarrollado en el que esto se manifieste con mayor crudeza que en España, con una tasa de desempleo juvenil que sobrepasa el cuarenta por ciento. Pero además, existe una circunstancia objetiva que agrava el grado de frustración y el sentimiento de fracaso de una parte importante de nuestros jóvenes. Los padres de muchos de ellos pertenecen a esa clase media acomodada que vio mejorar sustancialmente sus condiciones de vida desde la década de los noventa. Sus hijos, los parados de hoy y de mañana, han estudiado en la universidad, muchos tienen un máster, hablan uno o varios idiomas extranjeros, han viajado, usan varios modelos de gafas de sol, tienen o han tenido coche y conocen restaurantes de cocina fusión. Este colectivo es uno de los componentes más importantes de la masa crítica que puede llegar a estallar en nuestro país. Y son mucho más que cuatro décadas lo que les separa de los protagonistas de Mayo del 68. Ni las desigualdades sociales, ni la desregulación de los mercados financieros, ni los sueldos de los ejecutivos de banca: este globo de furia se ha formado por la ruptura de muchos proyectos de vida que pasaban por un buen empleo, un buen sueldo, un buen piso y una buena jubilación, a poder ser antes de los sesenta y cinco. Miles de rabiosos replicantes llorando ilusiones bajo la lluvia, terminando una vida que ni siquiera comenzaron, abortando los sueños que tuvieron en las playas de Cuba o Dominicana durante el viaje de fin de carrera. Y hay motivos para preocuparse y escucharles, porque no se van a resignar, como el replicante de Blade Runner, a liberar de entre sus manos una tierna paloma blanca en mitad de la tormenta.
Pero a mí me aborda en la Plaza de España otro tipo de “joven”, más talludito, rondando los cincuenta, para entregarme una octavilla contra la industria armamentística y el presupuesto del Ministerio de Defensa del estado español. Lleva una camiseta preciosa con el lema “Kill Bush”, pero no me atrevo a preguntarle cómo lo vamos a matar sin armas. Es un representante de ese pacifismo mediopensionista que aplaude sin rubor una frase como la siguiente: “Hamas no ha podido evitar que se lancen cohetes a los pueblos israelíes en respuesta a la situación de aislamiento y bloqueo de los gazatíes”. Claro, a los pobres yihadistas se les disparan los misiles sin querer. No era fácil incrustar algo así en el opúsculo de escasas treinta páginas en pro de la insurrección pacífica que ha inspirado a estos manifestantes, pero de algo le debe servir al autor de ¡Indignaos! su pedigrí como redactor de la Declaración Universal de Derechos Humanos. En otro caso no hubiera pasado tan desapercibido semejante maniqueísmo pueril y simplón.
Al lado del “pacifista”, un chico argentino con un megáfono proclama que no están allí contra nadie ni para hacer campaña, y seguidamente se pregunta cómo un partido político cuyo programa electoral habla de crear empleo puede proponer el cierre de Televisión de Mallorca. No llega a concretar, en consecuencia, por cuánto debemos multiplicar el número de empresas públicas para acabar con el paro. También protesta contra la financiación de los partidos a través de los presupuestos públicos, el mismo día que sus colegas de Madrid han iniciado una recogida de firmas para que no puedan realizarse aportaciones privadas a los mismos. Deduzco por tanto que vivirán de los frutos del cultivo de las tierras colectivizadas que reclama junto a él otro de los acampados.
Era demasiado goloso un magma tan heterogéneo y creciente de ciudadanos cabreados por la crisis y legítimamente decepcionados por las evidentes disfunciones de nuestra democracia representativa, para que estos especialistas en frustraciones propias y ajenas no colocaran sus pendones al frente de la manifa. Cumplido su objetivo, me alejo indignado conmigo mismo por ser incapaz de entender sus formidables propuestas.
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