Aunque hayan pasado décadas, hay momentos de la vida profesional que a uno se le quedan grabados. Recién entrado en la treintena me ficharon como segundo ejecutivo de una gran empresa de transporte. Era la edad en la que uno se comía el mundo en tres bocados, o al menos eso pensaba entonces. Luego comprendes que el mundo está duro, y tu boca no es tan grande.
Al poco de aterrizar en la sede corporativa de Madrid el Director General, mi jefe directo, convocó una reunión para presentarme a los responsables de todas las delegaciones, repartidas por España, Francia y Portugal. También citó al Comité de Dirección. En total estaban presentes más de treinta directivos, el más bisoño con una década de experiencia en el sector, y los más veteranos con casi cuarenta años a sus espaldas gestionando flotas de autobuses.
Estaba nervioso, sentado a la derecha del jefe. Tratando de aliviar la tensión, cuando estaba a punto de comenzar la reunión me giré hacia él y medio en broma le pregunté si tenía algún consejo de último minuto para darme antes de mi intervención. Luis, que estaba próximo a su edad de jubilación, me puso una mano en el antebrazo para tranquilizarme y sonriendo me dijo que si no confiara al cien por cien en mí no estaría allí. Pasaron unos segundos mientras se acomodaban los asistentes, y entonces me susurró al oído: “bueno, sí, una cosa… recuerda que esta gente lleva toda la vida en el negocio. Intenta saltarte las obviedades”. Yo llevaba unas notas para hablar durante diez minutos. Acabé en tres.
Recordé la anécdota mientras escuchaba a la ministra Irene Montero vociferando sobre la necesidad de hablar sobre la sexualidad de las mujeres a los 50, a los 60, a los 70… Se vino arriba y extendió el debate al coito durante la menstruación. Montero tiene dos años más que yo cuando, bien aconsejado, recorté dos tercios de mi intervención para no hacer el ridículo ante personas con más experiencia.
La tendencia a pensar que inventas el mundo alcanza su apogeo en la adolescencia, y a partir de ahí comienza a mitigarse. No es el caso de esta chica, que se hubiera dirigido a mi auditorio para explicar muy seria que las ruedas de los autobuses son redondas. A los setenta no he llegado, pero a uno le entran ganas de contar a la ministra lo bien que lo pasan y lo hacen pasar muchas mujeres de cincuenta y sesenta. Sucede que esta columna no es un consultorio sexual. El Ministerio de Igualdad tampoco está para eso.
Tiene esta nueva izquierda una doble pulsión, al parecer irrefrenable. La primera, dar lecciones de educación infantil a los adultos desde un adanismo insufrible. Alguna mujer madura habrá que no se sabe masturbar, pero estoy seguro que para practicar no precisa del dedo magistral de una ministra institutriz. La segunda, una obsesión moralizante que deja en pañales al catolicismo más rancio. Si en el siglo XX te quedabas ciego por hacerte pajas, en el XXI verás hasta el infinito y más allá. Este debe de ser el asalto a los cielos que presagiaba Pablo Iglesias.
Ya he dicho que por entonces era el número dos de aquella gran empresa. La número dos de Irene Montero no tiene la misma suerte que yo, y nadie la frena antes de hablar en público. Primero frivolizó sobre el dolor de las víctimas de delitos sexuales que están viendo cómo sus agresores se benefician del bodrio de ley parido por el clan de la tarta. Lo último ha sido grabarse satisfecha ante unas adolescentes “apenadas” porque la madre de Abascal no hubiera abortado.
Entre medias, la secretaria de Estado de Igualdad se mostró “escandalizada” porque un estudio demoscópico, pagado con dinero público, ha constatado que el 70 por ciento de las chicas prefieran la penetración a la autoestimulación. Tras recuperarse del soponcio, en otra arenga apeló a la “corresponsabilidad del hombre» no sólo en lo malo (puso como ejemplos “pringar cuidando a un hijo, o a la abuela”) sino también en lo bueno. Y concluyó: “si ellos tienen placer, ¿por qué no lo vamos a querer nosotras? No quiero que pase que el único que tengas placer seas tú”. Es imposible no ceder a la tentación de relacionar ambos discursos. Angela Rodríguez, alias Pam, tiene 33 años, una edad tierna pero suficiente como para preguntarnos con pena por la clase de mastuerzos que la han penetrado hasta hoy.
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