Las mejores personas pasan por la vida regalando lecciones sin pretenderlo. Lo mejor que podemos hacer los demás es aprovecharnos cuando tenemos la suerte de cruzarlas, y dar las gracias. A Pedro Pascual le di las gracias en vida unas cuantas veces, pero ahora que nos ha dejado me gustaría escribirle algo más porque estoy seguro que en el cielo hay wifi.
El sabía que con su generosidad material contribuyó a hacer realidad un sueño que yo acariciaba desde hacía tiempo: subir una montaña muy alta. Cuando lo fui conociendo mejor no tardé en darme cuenta que la aportación económica que su empresa hizo a mi expedición en Nepal no había sido lo más valioso que había recibido de él. Siempre digo que las montañas ofrecen lecciones -a veces a un precio muy alto- pero a mí me regalaron conocer a Pedro.
Aquella vez volví del Himalaya con cuatro abolladuras leves en mi chasis. Pedro ya estaba diagnosticado de cáncer, pero lo que le preocupaba cuando nos vimos era si ya sentía las yemas de mis dedos. Le pregunté por lo suyo y me contestó que bien, controlado, pero que si ya me había visto un médico las quemaduras del frío. Le dije que sólo se me estaba pelando la cara, como a los guiris de sus hoteles cuando se torran al sol sin protección, y que lo más importante era cómo iba su enfermedad. Entonces sonrió, con esa bondad y esa calma en el gesto que nunca le abandonaban, y me dijo: “lo de uno nunca es lo más importante”.
La frase la firmaría cualquier autor de libros de autoayuda, pero en boca de Pedro sonaba creíble porque era coherente con su manera de conducirse por la vida. Cuando te daba su opinión sobre un asunto para él no era la más relevante. Cuando te exponía su visión de un problema para él no era la más lúcida. Cuando ofrecía una solución para él no era la más válida. Con frecuencia su opinión, su visión y su solución eran las más brillantes, pero cada palabra de Pedro rezumaba una humildad tan sincera que es comprensible, y merecida, la catarata de elogios que se ha llevado desde que conocimos su fallecimiento.
Aunque en España somos campeones mundiales del elogio al muerto, es difícil encontrar tanta unanimidad en la alabanza por parte de los que tuvimos la suerte de conocerlo. Esa ausencia de crítica suele suceder cuando nos deja el fundador de una ONG, un médico que salva vidas o una monja que cuida huérfanos en Africa. Pero Pedro Pascual era empresario, y en estos tiempos de trinchera, demagogia y trabucazo al bulto esa circunstancia merece una reflexión.
El abuso del estigma social está intoxicando el debate público hasta límites insoportables. La obsesión por categorizar a los demás en función de su ideología, tendencia sexual, creencia religiosa, posición económica, lugar de nacimiento, profesión u origen familiar es un cáncer para la convivencia entre individuos que están obligados a asumir unas diferencias que siempre van a existir.
Ahora que está de moda vituperar a los empresarios, quiero recordar que Pedro era uno de ellos. De los mejores que ha conocido esta tierra, sin duda, pero también uno de esos para los que la rentabilidad económica no es lo único importante, ni siquiera lo más importante. En esto también era coherente, porque su concepto de riqueza personal tenía poco ver con una cuenta de explotación. Hay una lista Forbes que siempre encabezarán personas como Pedro, porque lo ejemplar de sus biografías no es lo que consiguieron, sino cómo lo consiguieron, la ruta y el estilo que eligieron para subir sus montañas.
Cuando descendí de la cima del Himlung a 7126 metros entré en la tienda del Campo 2 exhausto. Tenía el rostro machacado por el viento que nos azotó sin parar durante catorce horas, pero me grabé dos videos. El primero se lo envié a mi familia para decirles que estaba bien, y el segundo a Pedro para darle las gracias por su apoyo. El era consciente de lo que me había costado llegar hasta allí y cumplir un sueño, pero yo no sabia lo que él había sufrido por mi culpa.
Pasado un tiempo de mi aventura una mañana soleada nos citamos en una terraza de la plaza del Olivar, y allí me confesó que el día que le envié aquel video había llorado de la emoción, y sobre todo del alivio por verme sano. Me contó su angustia cuando no tuvo noticias los días que se produjo un accidente en el cercano Annapurna. Yo le escuchaba asombrado, porque estaba convencido que un hombre con tantas responsabilidades como él, y además afrontando un tratamiento duro contra su enfermedad, habría vivido mi ascensión con una cierta distancia. Le reñí con cariño por no habérmelo contado antes, y entonces volvió a decirme sonriendo: “lo de uno nunca es lo más importante”. Gracias otra vez, Pedro, y descansa como has vivido, en paz.
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