EL AROMA EXQUISITO DE MIS SARDINAS

Tengo un amigo cántabro que hace años me contó una anécdota maravillosa. Tiene una pequeña casa de campo en Noja, cerca de Santander, donde pasa con su familia fines de semana y parte del verano. Mi amigo es un fanático de la buena carne, y tiene instalada en su jardín una de esas parrillas dignas del mejor asador profesional. Tiene una relación cordial con el propietario de la finca colindante, otro urbanita que veranea allí. Un día el vecino le reprochó medio en broma el olor de sus asados cada fin de semana de buen tiempo. Mi amigo le contestó sonriendo que él no se quedaba corto con las sardinadas que montaba en su jardín. Entonces el vecino le respondió muy serio: “hombre, Javier, no me vas a comparar el olor de tu carne con el de unas sardinas de Santoña a la brasa”. 

Lo que convierte en reveladora la anécdota no es la diferencia de gustos gastronómicos u olfativos, sino que el vecino contestara convencido y solemne sobre algo tan opinable como es el olor a sardinas asadas, que a mí por cierto me encanta. “No es lo mismo”, y zanjó la discusión. Del mismo modo, el debate político se vuelve completamente estéril cuando no eres capaz de entender que quizá el olor de tus sardinas tampoco le gustan al vecino. Que lo que a ti te resulta un manjar exquisito al prójimo le puede provocar mareos, y que la sardina en ningún caso constituye una categoría moral superior a la del chuletón. 

El diario Ara ha publicado que el Parlament de Cataluña destina 1’7 millones de euros al año para pagar a funcionarios por no trabajar y los nacionalistas honestos se han avergonzado. Hay en su reacción escandalizada algo de sorpresa: ¿cómo ha podido suceder esto aquí, una cosa tan madrileña como los callos o los sobresueldos? 

Supongo que no les ha quedado más remedio que dar crédito a la información porque la publica un diario independentista, pero esta misma semana El Mundo ha revelado cómo se las gasta el nacionalismo excluyente a la hora de intentar patrimonializar una institución como el Fútbol Club Barcelona, que tiene socios indepes, catalanistas y de VOX, y han pasado de largo como quien oye llover. L’Ara fa país, El Mundo no. Mis sardinas son deliciosas, la morcilla del vecino es una ordinariez. 

Esta es la consecuencia última del fanatismo, que llega a asignar la corrupción a una ideología o a un lugar de nacimiento, considerándola un accidente cuando afecta a los tuyos. Así se llega a considerar el palco del Bernabéu como la barbacoa de todas las corrupciones, y el del Nou Camp como un espacio para la escalivada donde solo se discute sobre el tiki-taka de Guardiola. Las élites catalanas mejor informadas conocen todos los detalles sobre las tropelías del Emérito con sus amigos árabes, pero no acaban de entender bien dónde está el problema judicial con los Pujol

Detrás de toda ideología de masas -y el nacionalismo excluyente sin duda lo es- existe una inteligencia oscura que sabe perfectamente a dónde va y a dónde conduce a su amado pueblo. Lo lamentable es comprobar hasta qué punto en ese rebaño se integran individuos de bien afectados por un glaucoma político, esa ceguera invisible que avanza silenciosa sin que lo noten, reduciendo cada día su campo de visión. Hay que perder mucha vista para comparar a TV3 con la BBC como modelo de periodismo plural y objetivo. 

José Corbacho, el humorista de Hospitalet hijo de charnegos, declara en una entrevista que se educó sin problemas en la inmersión lingüística, hasta que escuchó que “hay demasiado castellano en las aulas”. Y ahí atisbó el problema. Quizá un poco tarde, porque resulta obvio que el nacionalismo identitario propone una visión binaria del mundo, en blanco y negro, sin grises. El catalanismo es cosa de cobardes, y si el presidente del Barça no coloca lazos amarillos en el palco se convierte en antipatriota. Al final tendrá razón Corbacho cuando dice que “la ciudad perfecta sería Barcelona con la gente de Madrid”. Y Florentino presidiendo el Barça. 

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