El miedo es un sufrimiento. Si tenemos presente ese dolor es más fácil empatizar con el miedoso que mofarse de él. Ya dijo Montaigne que “el que teme padecer padece ya lo que teme”. Hablamos de un componente irracional en el comportamiento. He visto personas paralizadas en un paso de montaña estando aseguradas por otros cuatro alpinistas. Ni saltando al vacío conseguirían matarse, pero allí estaban, temblando, bloqueados de brazos y piernas por culpa de un pánico insuperable. No da risa esa angustia de alguien que imagina su despeñamiento, una muerte tan probable en aquellas circunstancias como el impacto de un meteorito en el salón de su casa.
Por eso mismo respeto a las personas que tienen miedo a vacunarse contra el COVID. Entiendo que en este caso los cuatro alpinistas que aseguran al dubitativo podrían ser, por ejemplo, la Universidad de Harvard, la de Oxford, la Sociedad Max Planck alemana y el Instituto Pasteur francés, por citar una cordada científica internacional de prestigio indiscutible. A pesar de la apabullante nómina de eminencias que avalan la eficacia y la necesidad de inocularse para mitigar -que no eliminar- los efectos de esta pandemia, el cálculo de riesgos de un miedoso funciona de otra manera. Hay que entenderlos siempre que ellos asuman las consecuencias de su libre decisión, del mismo modo que los que nos vacunamos asumimos los riesgos que a ellos les paralizan. En palabras de Shakespeare, “de lo que tengo miedo es de tu miedo”.
Lo que me cuesta respetar es el insulto. Los antivacunas más ruidosos defienden su posición acusando a la mayoría vacunada de ser una masa de borregos, ignorantes y manipulables. En ocasiones es gracioso leer estos improperios en una frase plagada de faltas de ortografía, pero así funciona la democracia de las redes: terminas de leer un artículo sobre los 60 años de investigación del ARN mensajero hasta usarlo en vacunas, y alguien más listo que tú te dice que estás ciego y eres dócil frente al poder, como si al vacunarte firmaras un papel dando por buenas todas las mentiras juntas de Pedro Sánchez y Boris Johnson en los últimos dos años.
Hace más de un siglo el periodista estadounidense Ambrose Bierce publicó su Diccionario del Diablo, y en él definía Australia como un país que ha visto retrasado su desarrollo por culpa de los geógrafos, que no terminan de decidir si es un continente o una isla. La sátira es más válida que nunca en estos tiempos de cinismo y posverdad, pero históricamente en sus fronteras se admiten pocas bromas.
Creerse más listo que la mayoría es un síntoma positivo que demuestra la confianza en uno mismo. Eso está bien. El problema surge cuando esa suficiencia te aleja tanto de la humildad que te lleva al convencimiento de que los demás son idiotas. Seas o no el número uno del tenis mundial, hay que perder completamente el sentido de la realidad y del mundo en el que vives para saltarte las normas en tu propio país, del que eres el ariete de su nacionalismo más exacerbado, y sentarte ante un periodista habiendo dado positivo en una PCR dos días antes. No digo ir a casa de un amigo a tomar unas birras, o cenar en el reservado de un restaurante con tu mujer. No, no. Cuando deberías estar en tu casa confinado según las leyes serbias -no las australianas- te citas para una entrevista con un señor cuya profesión es contar cosas, sobre todo cosas que alguien no quiere que se sepan, por ejemplo falsear una prueba médica para poder jugar un torneo de tenis.
Volviendo al Diccionario del Diablo, Bierce definió a un homeópata como el “humorista de la profesión médica”. Novak Djokovic ha demostrado durante años su fascinación por ese tipo de humor, hasta el punto de negarse durante meses a operarse un codo gravemente lesionado. Perdió una temporada, varios títulos y decenas de millones en premios. Se operó y recuperó el número uno del mundo. A eso se llama pagar un precio, que decidió él. Su decisión de no vacunarse es coherente con su filosofía de vida y su amor a las hierbas. Pero eso también tiene un precio, al menos en Australia.
En el año 1600 a Giordano Bruno lo quemaron vivo por hereje en una de las plazas más bellas de Roma, entre otras cosas por afirmar que “los magos pueden lograr más por medio de la fe que los médicos por la verdad”. Bruno, apodado el Nolano, no dijo nunca una mentira ante el tribunal de la Inquisición que lo juzgó. Quizá por ello cuatro siglos más tarde levantaron su estatua en el Campo de’ Fiori, en el mismo lugar donde ardió desnudo y atado a un palo. Lo de Djokovic, Nole para los fans, no llegará a tanto, pero se va a quedar sin estatua en Melbourne. Y no será por hereje, sino por mentiroso.
Deja una respuesta