
Si el arte es ruptura, nada como pintar en primer plano una vagina abierta a mediados del siglo XIX. Gustave Courbet creó su propio personaje de artista duro, pendenciero, bebedor y aficionado al sexo de pago. Para igualar las andanzas de Caravaggio en la Roma renacentista solo le faltó matar a otro borracho en una reyerta nocturna, pero al parecer no llegó a tanto. Se conformó con romper todos los cánones establecidos en aquel París romántico que pintaba Delacroix. Su obra más famosa, El origen del mundo, muestra el torso contundente de una mujer desnuda y su sexo desplegado expuesto de tal manera que parece que se va a salir del lienzo.
Hubo que esperar 150 años para ver algo más pornográfico en un museo, cuando Jeff Koons fotografió a su mujer Cicciolina con un falo en la boca justo después de eyacular en su mejilla. Courbet y Koons hoy serían un par de desgraciados que no expondrían en ningún sitio, aplastados por un puritanismo que se disfraza de otra cosa. Al menos Koons vio venir la ola de mojigatería, y al poco se dedicó a crear gigantescos globos de colores con forma de perritos, que lo convirtieron en el artista en vida más cotizado del mundo.
El origen del mundo se expuso al público por primera vez en 1988. O sea, que tardó más de cien años en salir de los salones privados de sus sucesivos propietarios. Cuando se colgó en una pared del Museo de Orsay la derecha más rancia y algunos grupos religiosos armaron un escándalo. Pero ahí sigue. La cuestión, por increíble que parezca en pleno siglo XXI, es que no sabemos cuánto tiempo aguantará expuesto. El revisionismo bárbaro -camuflado de feminismo, antirracismo o indigenismo- ha comenzado con las estatuas, el cine y la literatura. No sería de extrañar que a la pintura le quedaran dos telediarios antes de comenzar a tapar sus desnudos o escamotear sus escenas inapropiadas. El rapto de las sabinas como apología de la violencia de género. No se rían… al tiempo.
Hace unos días hemos conocido que los responsables de vigilar los accesos al Museo de Orsay denegaron la entrada a una joven con un pecho prominente atrapado en un escote vertiginoso. Al parecer fue solo uno de los empleados de la empresa de seguridad el que interpretó que, de acuerdo al reglamento, la chica no vestía un “atuendo decente que no perturbara el orden público”. Otro compañero le pidió que se pusiera una chaqueta para entrar, sugiriéndole que en cuanto cruzara el umbral se la podría quitar. ¿Cómo hemos llegado a este nivel de estupidez planetaria?
Resulta sorprendente que la mayoría de críticas sobre el incidente esgriman al argumento de la criminalización del cuerpo de la mujer, y subrayen que no hemos avanzado nada, que estamos igual que hace cuarenta años, cuando había que taparse los hombros para entrar a cualquier iglesia. Es falso, estamos mucho peor. En la España de Suárez quizá sí, pero en la Francia de Giscard D’Estaing nadie hubiera detenido a una mujer voluptuosa a las puertas de un museo público. Si fuera así nos hubiéramos perdido a Brigitte Bardot, y lo que es mucho peor, en Italia hubieran censurado a Sophia Loren, que hoy cumple 86 años gloriosos.
La diva italiana está de suerte porque a su edad nadie entra en la cárcel. En España una ministra quiere penalizar las miradas lascivas, y andamos todos como locos tratando de conocer los límites, el contexto, si cabe el consentimiento tácito o qué pasa con los bizcos. La que no admitiría interpretaciones es la fotografía de Sophia Loren observando de reojo el busto descomunal de Jayne Mansfield en una fiesta de Beverly Hills celebrada en 1957. El puritanismo de izquierdas está imponiendo su discurso políticamente correcto hasta unos límites tan grotescos, que una indocumentada como Irene Montero quiere aprobar una ley que permitiría que un merluzo como el vigilante del museo de Orsay me denunciara por mirar un escote hermoso como el que voluntariamente lucía la joven que detuvo en la puerta. No soy un experto, pero a mí me parece que ser de izquierdas en el siglo XXI debería consistir en otra cosa.
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