Las playas de Mallorca están muy animadas. No diremos a reventar, pero sí bastante concurridas, y no solo el fin de semana. El otro día el propietario de una de las grandes cadenas hoteleras de este país me contaba que sale a pasear a diario por la Playa de Palma, y reconoce disfrutando en el arenal a muchos de sus empleados. Me pareció que lo comentaba con un alivio momentáneo, porque su visión del futuro a medio plazo es más bien pesimista. Cree que tardaremos años en recuperarnos de este mazazo.
Estamos en plena euforia estival, con las aguas de un turquesa imposible y mucho tiempo para disfrutarlas. Hay pocos atascos y mucho sitio para aparcar. Los niños recuperan su normalidad alegre, prácticamente idéntica a la del verano pasado, pero con más jabón. Los adultos aún llevamos un poco el susto en el cuerpo de lo que han sido estos últimos meses, pero nada que no pueda arreglar un cielo azul raso, un buen baño de mar y un bocata de salchichón para comer. Por la noche una cerveza, una pizza compartida y a dormir. Economía de supervivencia pero no en las trincheras, sino en el paraíso. Hemos pasado días peores.
En Baleares hemos duplicado las cifras de paro durante el mes de junio. Somos la comunidad autónoma líder en destrucción de empleo en España por culpa de la pandemia. Lo sabemos porque lo dicen las estadísticas oficiales, lo cuentan los medios de comunicación y porque hacemos un esfuerzo por creerlo. Pero notarse, lo que se dice notarse cada mañana, la mayoría aún no lo nota. Estamos atiborrados a calmantes, chutados hasta arriba de subsidios económicos que tienen un efecto anestésico inmediato en mitad de la canícula. Tras el último invierno climatológico, atravesamos ahora el invierno económico más cálido de nuestra historia.
Un analista financiero brillante, que además es una de las personas más honradas que conozco, me explicaba esta semana que nunca antes había existido una diferencia tan abismal entre la economía real y lo que está sucediendo en las principales bolsas de todo el mundo, que están haciendo más ricos a los que ya lo eran. La inyección brutal de liquidez de los bancos centrales está inflando el valor de las acciones hasta niveles completamente irreales. Algo nos lleva a pensar erróneamente que este es solo un problema de millonarios, pero eso no es lo peor.
Lo peor es que la brecha entre la realidad económica y la percepción individual de la mayoría de trabajadores es aún mayor que las diferencias con la economía especulativa que hace prosperar a los dueños del capital. Y esta quizá sea la mayor responsabilidad de los gobiernos, que están tratando a sus ciudadanos como a débiles mentales. Al mismo tiempo que nos tapaban las imágenes de los muertos por el coronavirus, la ministra de Trabajo de esforzaba en explicarnos con un discurso infantilizado que un trabajador afectado por un ERTE no es un parado. Técnicamente será lo que ella diga, pero una persona que no trabaja y cobra una prestación del Estado es un parado, que puede volver a su puesto de trabajo, o no, pero es un parado que de momento no tiene prisa en buscar otro empleo, porque en teoría se lo están guardando.
En Baleares ya veníamos entrenados para disfrutar de este efecto placebo gracias al uso masivo de la figura del fijo discontinuo, otra forma de doping económico admitido con normalidad en nuestro modelo estacional. Las consecuencias económicas de cotizar seis meses al año no se hacen demasiado evidentes hasta que llega la jubilación, pero eso no va a suceder mañana. Sin embargo, el tercer invierno consecutivo está a la vuelta de este verano extraño.
Ahora el Govern balear anuncia un acuerdo con Madrid para bonificar el 50% de las cuotas de la Seguridad Social para todos aquellos fijos discontinuos que salgan de los ERTES. Se trata de incentivar la apertura de los negocios, que de otra manera pierden menos dinero estando cerrados que abiertos. Bienvenida sea la medida, aunque llegue con semanas de retraso para perjuicio de empresarios que querían reiniciar su actividad sin arruinarse, de trabajadores que querían volver a sus puestos de trabajos para recuperar sus salarios íntegros, y de unas cuentas públicas que soportaban prestaciones que en otras condiciones serían innecesarias. Lo que viene siendo un negocio redondo para todos… pero la inversa.
Mientras tanto, lo que el Govern no explica es qué va a suceder con todos los trabajadores cuyas actividades siguen prohibidas. No he dicho limitadas, he dicho directamente prohibidas, como el ocio nocturno en determinadas zonas de Mallorca e Ibiza. Si el Govern obtuvo un aplauso casi unánime al aprobar un decreto para limitar y perseguir el turismo de excesos… hágase cumplir, introduciendo las medidas adicionales necesarias en esta situación excepcional. Pero prohibir es lo fácil, y se diría lo único que saben hacer algunos.
A casi todos nos va bien que se ponga freno al incivismo del peor turismo, pero da la impresión que se está aprovechando el virus para arrancar de cuajo una oferta indeseable sin ofrecer ninguna alternativa a miles de trabajadores que se verán abocados a un tercer invierno sin haber hecho acopio previo de víveres y abrigo, que es justo lo que pretende el Govern bonificando al resto de fijos discontinuos.
Por mucho que les moleste a cuatro iluminados al calor de sus sueldos públicos, a Baleares seguirán llegando turistas menos interesados por su cultura y gastronomía que por sus bares y discotecas. Así ha sido desde que aterrizó el primer avión de guiris, y así seguirá siendo. Más nos valdría fomentar un ocio nocturno de calidad que aporte valor añadido y espante a los borrachuzos, y no seguir en la estrategia de prohibir todo lo que no nos gusta, como si eso no acarreara consecuencias devastadoras para muchas familias en la peor coyuntura para buscar otras salidas.
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