El Liverpool ha vuelto a ganar la liga inglesa de fútbol treinta años después de su último título, y su legendario himno ha hecho temblar de nuevo las gradas de Anfield. Pero esta vez ha sonado por su potente megafonía, y no a través de las gargantas de sus aficionados. Por culpa del coronavirus, el You´ll never walk alone (nunca caminarás solo) ha retumbado en un estadio vacío. Esta imagen simboliza con nitidez la paradoja del tiempo que nos ha tocado vivir.
Un policía blanco y salvaje acaba con la vida de un ciudadano negro y civilizado en Estados Unidos, y el homicidio desata un movimiento global contra el racismo. A partir de ahí sobreviene un clásico de la posmodernidad: una causa noble se ve prostituida por una minoría de fanáticos guiada por intereses que tienen poco que ver con el primer ideal. Y detrás del fanatismo aparece lo de siempre: intolerancia y violencia contra el discrepante.
Malcolm X fue encarcelado en su juventud por robo y trafico de drogas. Salió del penal e ingresó en el movimiento radical Nación del Islam. Dirigió la mezquita de Harlem y desde allí se dedicó a justificar la violencia contra los blancos basándose en la supremacía de la raza negra. Pero en 1964 se convirtió al islam ortodoxo y empezó a creer en la posibilidad de una hermandad entre blancos y negros. Sus devaneos pacifistas fueron cortados de raíz por su antigua organización, que le metió 16 balazos en el cuerpo durante uno de sus discursos poderosos y vibrantes. Una semana antes de su muerte dejó dicho: “Creo en la hermandad universal, pero no creo en forzarla en personas que no la desean. Practiquemos la hermandad entre nosotros, y si los demás también la quieren, entonces la practicaremos con ellos”. De propugnar la quema de edificios públicos a una fraternidad global: he aquí el viaje intelectual de un hombre contradictorio pero honesto.
De los escarceos del joven Mandela con el terrorismo del Congreso Nacional Africano quedó constancia escrita cuando solicitaba armas al gobierno de la República Popular de China para cometer atentados. Luego llegó la resistencia pacífica, el fin del apartheid, el premio Nobel de la Paz, y su elevación a los altares como santo civil e icono mundial del siglo XX. Desde su presidio en Robben Island Mandela había tomado el relevo del líder negro perfecto, incontestable, y sin mácula en su pasado: Martin Luther King.
Un año antes de la llegada de Mandela a aquella celda de cuatro metros cuadrados, el reverendo King había hablado ante 250.000 personas en las escaleras del Lincoln Memorial de Washington. “Tengo un sueño”, dijo, y conmovió a medio mundo. “En el proceso de conseguir nuestro legítimo lugar, no debemos ser culpables de acciones equivocadas. No busquemos saciar nuestra sed de libertad bebiendo de la copa de la amargura y del odio. No debemos permitir que nuestra fecunda protesta degenere en violencia física. Una y otra vez debemos ascender a las majestuosas alturas donde la fuerza física se vence con la fuerza espiritual”.
MLK pudo pronunciar estas magnas palabras de milagro, porque unos años antes una mujer negra desequilibrada le apuñaló mientras firmaba ejemplares de su primer libro en unos grandes almacenes de Nueva York. La hoja del cuchillo rozó la aorta, y al día siguiente The New York Times explicó que si King hubiera estornudado, habría muerto. De las miles de cartas que recibió en los meses siguientes, MLK siempre recordaba en primer lugar la de una joven estudiante: “Querido doctor King: aunque eso no debería ser relevante, debo aclararle que soy una niña blanca. Solo quería decirle que me alegro mucho que no estornudase”.
El estornudo de San Junípero Serra pudo suceder en su primera travesía hacia el actual México, cuando su barco estuvo a punto de naufragar. A juicio del revisionismo histórico este hundimiento hubiera procurado una existencia dichosa a los indígenas de California, y no el infierno en el que al parecer llevan tres siglos instalados por culpa de un fraile de Petra. Un representante de la etnia Kizh que habitaba en San Gabriel en el siglo XVIII declaró no hace mucho que “nosotros vivíamos felices con todo lo que necesitábamos hasta que vinieron los españoles”. Como portavoz autoproclamado de aquella comunidad primitiva, pronunció esas palabras delante de una estantería repleta de libros y el aire acondicionado en marcha.
A falta de mayores problemas a los que dar soluciones, la parte más follonera de la izquierda ha quedado para este revisionismo ágrafo, infinitamente más bárbaro que cualquier nativo no evangelizado. De alguien cuyo mayor mérito para acceder a una lista electoral son sus preferencias sexuales no podemos esperar demasiada ciencia. Pero fomentar la violencia desde un cargo público, sea cual sea su forma, va un poco más allá de lo soportable para la inmensa mayoría de contribuyentes que pagamos su sueldo. Se empieza alentando el vandalismo sobre la estatua de un personaje histórico, que además es un símbolo religioso por su condición de santo, y se acaba en la mofa de una representante pública por su aspecto de camionero, cuestión esta que nada tiene que ver con sus escasas luces.
No existe el regidor perfecto, como no existe el santo sin sombras, ni el personaje histórico libre de controversias. Hablábamos de MLK como el líder sin mácula. Quién sabe si dentro de unos años el foco de la Historia se girará para iluminar la utilización programada y masiva de menores de edad en algunas de las manifestaciones que encabezó el reverendo King. Pero un análisis ponderado de su figura, alejado del maniqueísmo y la simplificación que enarbola la izquierda más taruga y ruidosa, siempre pondrá el acento en su mensaje conciliador para superar el racismo. “No podemos caminar solos”, dijo explicando su sueño en aquel discurso vibrante. Si Martin Luther King hubiera estornudado, en su segunda vida hubiera jugado en el Liverpool.
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