Ayer nuestras calles parecían un poco menos Chernobyl. Fue una pequeña alegría ver desde el balcón de casa niños paseando. Parecía el final feliz de una película de serie B, con el sol iluminando el rostro de los supervivientes saliendo del búnker. En una hora tenían que volver a encerrarse, pero algo es algo. En España llevamos seis semanas soportando el confinamiento más duro del mundo. China no cuenta porque es un país donde el ejército puede apuntalar las puertas de los domicilios para evitar las tentaciones de los ciudadanos díscolos. Un mes y medio con una restricción tan rigurosa del derecho fundamental a la libre circulación parece un plazo suficiente para opinar sobre el asunto sin que el ministro Marlaska nos envíe a la Guardia Civil.
A estas alturas nadie discute que el confinamiento en España llegó tarde, aunque Sánchez afirmó con desparpajo en el Congreso que “España fue el país que primero tomó medidas de confinamiento en todo Occidente”. Una falsedad, otra más, del tamaño de su ego. Solo Italia tardó más tiempo en tomar medidas drásticas según sus índices de contagios y fallecidos, aunque cronológicamente se adelantara cinco días.
Lanzados a la misma velocidad, no es lo mismo parar una bicicleta que un camión. El 8 de Marzo teníamos 674 casos diagnosticados y 17 muertos. Una semana más tarde, cuando se decreta el estado de alarma, el trailer español del coronavirus descendía a tumba abierta con 7753 contagiados y 288 fallecidos. Eso justificó que el gobierno activara los mecanismos más bruscos de frenada a través de una restricción severísima de la movilidad de los ciudadanos. Se entendía, nadie protestó, y hasta los portavoces uniformados del gobierno han aplaudido el comportamiento ejemplar de la inmensa mayoría de los ciudadanos.
En este punto se podrá objetar lo complicado que hubiera sido anunciar un encierro con solo 17 muertos sobre la mesa. Es cierto, pero es ahí donde radica el éxito en la gestión de esta crisis sanitaria: en la capacidad de anticipación, que implicaba tomar a tiempo medidas impopulares. Pero claro, resultaban poco compatibles con el relato feliz diseñado para esta legislatura. O sea, que en ese momento hubiéramos puesto a parir a Sánchez, que hoy disfrutaría de unos niveles de aceptación cercanos a los de Merkel en Alemania, Costa en Portugal o Moon Jae-In en Corea del Sur, que acaba de arrasar en las elecciones legislativas celebradas hace una semana gracias a su gestión de la pandemia. Hasta Grecia anticipó el confinamiento con un número mínimo de contagios y víctimas. Los ingeniosos creadores del “Capitán A Posteriori” deberían reconocer hoy que, a la hora de salvar vidas, el tiempo de respuesta en cada país ha sido más determinante que la calidad de su sistema sanitario.
Desde el inicio de esta pesadilla se nos explicó que el objetivo del encierro masivo no era que desaparecieran los contagios, algo imposible, sino frenar ese crecimiento exponencial para evitar el colapso de las UCIS. Lo llamaron “aplanar la curva”. El ministro de Sanidad ha reconocido hace tres días que lo hemos conseguido. Se está desmontando el hospital de IFEMA, las urgencias están más despejadas y se van retomando las consultas externas.
Lo que explican las curvas logarítmicas es que, alcanzado el pico de contagios, en ningún país decrecen bruscamente sino que lo hacen de manera gradual, sean cuales sean las medidas de aislamiento. En otras palabras, superada la fase más aguda de la pandemia, el confinamiento extremo no hace descender más rápido el numero de contagios ni el de fallecidos. Sin embargo, el coste físico y mental de esas restricciones no es el mismo en la segunda semana que en la séptima. Cada día que pasa pagamos más para recibir menos.
Bélgica es el único país del mundo que supera a España en número de muertos por coronavirus por cada millón de habitantes. Hay que matizar que su estadística es mucho más rigurosa que la nuestra, porque contabiliza no solo los fallecimientos confirmados con un test, sino también los sospechosos. A pesar de ello, durante todo el confinamiento su gobierno no solo no prohibió sino que recomendó el ejercicio físico en el exterior. Sus autoridades políticas y sanitarias entendieron que los beneficios para la población de la actividad deportiva superaban con creces los riesgos de contagio si el deporte al aire libre se realizaba con determinadas restricciones. No era una cuestión de ocio, sino de salud pública, y de confianza en sus ciudadanos.
Esto demuestra que en mitad del caos es más fácil gestionar el miedo de la gente que adoptar medidas equilibradas. En una primera fase, con moribundos aparcados en los pasillos y una pista de hielo rebosante de ataúdes, el miedo entraba por los ojos y no precisaba argumentos. Pero ese momento pasó.
Cuando la semana pasada leímos cómo la ministra portavoz enviaba de paseo a los menores al súper y al estanco con un adulto, pensamos que era un bulo. Luego la escuchamos con su peculiar sintaxis, y se armó el belén. Solo tardaron cinco horas en rectificar, pero aquello demostró, además de improvisación, una insultante falta de confianza en los padres, tratados como irresponsables después de su esfuerzo durante mes y medio. Era el mismo tufo que desprendía a estas alturas la prohibición de hacer deporte. El problema que iba asomando no es que los ciudadanos no se fiaran de sus políticos -eso te lo arregla Tezanos con uno de sus cuestionarios “redondos”- sino que los políticos no se fían de sus ciudadanos, considerados menores de edad a los que hay que pasear con arnés. No conviene normalizar este paternalismo ofensivo, que es el primer capítulo de cualquier guión autoritario.
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