EL TERCER ESPACIO

Whitney

Lo ha vuelto a hacer. Con polémica, como en otras ocasiones, pero lo ha logrado de nuevo. Renzo Piano es un arquitecto genial porque vuelve admirable la fealdad de algunos de sus edificios. A medias con Richard Rogers, hace cuatro décadas diseñó un impactante amasijo de hierros y tubos que transformó para siempre la vida del Marais en París. Hoy es indiscutible la influencia en todo el mundo del Centro Pompidou como ejemplo de arquitectura lúcida y divertida. Pues bien, a sus casi ochenta años Renzo Piano sigue levantando construcciones que simbolizan a la perfección ese arte transgresor que quiere cambiar la sociedad. Y cambiar la sociedad significa cambiar la vida de las personas. Se acaba de inaugurar la nueva sede del Museo Whitney en Nueva York, un mamotreto de acero que parece querer precipitarse sobre el río Hudson. Desde la calle, su fachada oeste aparenta la proa excesiva de un barco a punto para su botadura inicial. Pero en el interior del edificio comienza a percibirse la magia de Piano, y el límite entre sus salas diáfanas y el exterior del edificio se difumina por completo. El Whitney es una estructura pensada para disfrutar del arte contemporáneo, y desde ese punto de vista es un completo éxito. Pero es algo más. Existen edificios tan bellos por fuera que invitan a entrar, pero los hay también tan amables por dentro que invitan a quedarse. Con los suelos de madera, los espacios de descanso, los enormes ventanales, las escaleras con vistas, los ascensores artísticos, las terrazas panorámicas… el Nuevo Whitney cumple con creces los requisitos materiales del “tercer lugar” en las nuevas configuraciones urbanas.

El concepto de “tercer lugar” lo acuñó en 1989 el sociólogo norteamericano Ray Oldenburg. Si la esfera doméstica constituye el primer lugar, y el ámbito del trabajo el segundo, la modernidad ha tenido que inventar nuevos espacios de encuentro social para sustituir las antiguas ágoras, mercados o iglesias. No es casualidad que Renzo Piano haya bautizado el inmenso lobby de entrada al Museo Whitney como la “Piazza”. Una de las condiciones a cumplir por ese “tercer lugar” es su neutralidad, es decir, su capacidad para atraer a personas que de otra forma no se encontrarían en su ámbito familiar o profesional. Se genera así una corriente niveladora, una especie de ecumenismo social, que facilita la interacción entre individuos que piensan de diferentes maneras y acceden así a perspectivas distintas de las suyas, directamente, sin tener que ver una tertulia política por televisión. Los espacios culturales que cumplieron esa función hasta el siglo pasado -los teatros, las salas de conciertos o los cafés, quizá con la loable excepción de algunas librerías- han ido perdiendo esa mezcla social al dirigirse cada vez más a públicos específicos. De ahí la importancia de la función política de ese tercer lugar, que promueve el desarrollo de un espíritu democrático, proporciona un marco propicio para el debate público y fomenta valores como el respeto y la tolerancia.

Renzo Piano ya había hecho su aportación práctica a la teoría del “tercer lugar” en Nueva York cuando en 2006 acometió la reforma y ampliación de la Biblioteca Morgan, un lugar fascinante para cualquier amante de los libros. La acústica de una sala repleta de incunables y manuscritos, su silencio, su olor, su iluminación, sumergen al visitante en una atmósfera que conduce a la pérdida de la noción del tiempo. Una Biblia de Gutenberg es un objeto tan bello y perfecto que su visión puede emocionar hasta a un analfabeto. Pero a unos metros de esta sala solemne el arquitecto italiano generó nuevos espacios que representan la antítesis del elitismo y el aislamiento intelectual, lugares que favorecen la sociabilidad y la conversación entre iguales. Las bibliotecas modernas constituyen el mejor ejemplo de diseño de centros sociales y puntos de encuentro urbanos. Uno hace memoria y le vienen a la cabeza el sentimiento de pertenencia y comunidad que se genera en las maravillosas bibliotecas públicas de Amsterdam, Copenhague, Stuttgart o Estocolmo. Es un pobre consuelo comprobar que se trata de grandes conurbaciones que superan el millón de habitantes. Pero la envidia se vuelve tóxica al viajar con Google a las bibliotecas de Vennesla (Noruega), Halmstad (Suecia), Luckenwalde (Alemania), Spijkenisse o Delft (Holanda), ciudades que oscilan entre los 15.000 habitantes de la primera y los 100.000 de la última. Todas constituyen un punto de anclaje físico de la comunidad y rompen definitivamente con el concepto tradicional del archivo de libros como templo del saber.
Cuando se publique esta columna ya se conocerán los resultados de las elecciones autonómicas y municipales celebradas ayer. Gobierne quien gobierne en los próximos cuatro años, se me antoja más urgente que nunca la construcción de ese tercer espacio, no sólo físico, sino sobre todo mental, donde las personas puedan encontrarse y generar un sentimiento de comunidad compartida, más allá de sus diferencias. No es casualidad que Renzo Piano sea un arquitecto reconocido en todo el mundo por su capacidad para trabajar en equipo.

One Comment

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  1. Christopher Mason 2 junio, 2015 — 1:26 am

    Fantastic. Bravo!

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