La vez que más miedo he pasado dando tumbos por el extranjero fue en Pakistán, a finales de los noventa. En el aeropuerto de Karachi, un tipo vestido de policía, o de militar, que para el caso es lo mismo, quiso retenerme el pasaporte y hacerme salir de allí indocumentado. También pretendió llevarme a un hotel distinto al que tenía reservado, y que se lo pagara a él directamente. Discutimos, yo le miraba los galones en sus hombros y sólo trataba que no me notara el temblor de piernas. Cuando es la autoridad la que pretende robarte, te quedas solo ante el peligro y ya no hay nadie a quien acudir. En México, un policía de tráfico me rompió un intermitente del coche de una patada y seguidamente me multó. Hubiera resultado más barato pagar la mordida solicitada. En la entrada del aeropuerto Tom Jobim, en Río de Janeiro, una patrulla retenía con cualquier excusa a todos los extranjeros que acudían a tomar sus vuelos internacionales. Tardabas unos minutos en darte cuenta que ibas a estar allí hasta que el avión despegara, si antes no pasabas por caja.
Hace unos días, un desagradable incidente nos situó ante dos policías nepalíes con cara de torta, gordinflones embutidos en plumíferos que pasarían sin dificultades un casting para Torrente. Con nuestra ayuda, estos dos portentos de la investigación criminal resolvieron en menos de una hora el hurto que habíamos sufrido. Pero entonces comenzó la versión cutre de la película de Santiago Segura. Los avispados agentes insistían en la necesidad de llevarse con ellos el dinero sustraído para poder redactar el atestado, y que ya nos devolverían la pasta otro día. En otras circunstancias y con otros personajes por medio hubiéramos dado por perdido el dinero, pero a estos dos les dimos las gracias por los servicios prestados y una palmada en la espalda, decidimos no denunciar a nadie y nos fuimos a dormir. Esa noche, acostado en un catre humilde y frío, pensaba en la suerte de vivir en España, un país desarrollado donde rige el imperio de la ley y la corrupción constituye una excepción dentro del sistema democrático. No fue el mal de altura el que me provocó semejante delirio, sino el hecho de permanecer incomunicado y sin acceso a medios de comunicación durante varios días.
Golfos hay en todas partes, repartidos además de una manera bastante proporcional por el mundo, pero hasta ahora uno trazaba la frontera de la corrupción entre el primer y el tercer mundo en la participación masiva de los agentes de la autoridad. Hoy esto constituye un grave error. En la distancia, España ya se parece a la peor Italia, o a Brasil, a Pakistán o a Senegal. En realidad, en muchos de estos países la mayoría de personas se corrompen por el valor de un IPhone, pero el crecimiento económico de las últimas décadas permite hacer las cosas a lo grande en una parte de Europa que en cuestiones de trile se mira mucho más en África que en Escandinavia.
Había otra diferencia genérica entre el corrupto a gran escala del primer y el tercer mundo, que también ha terminado por desaparecer. En los países subdesarrollados, el gran ladrón aparece en los carteles electorales y en los medios de comunicación. No se esconde, todo el mundo lo sabe, pero el déficit de libertades le permite chulear a todos. Salvo excepciones, hasta hace unos años el gran corrupto en las economías ricas era un personaje oscuro, misterioso, que se movía entre bambalinas, poco dado a la luz en general y a los focos informativos en particular. A Francisco Granados lo hemos visto deambular noche sí y noche también por todos los platós de televisión, con gruesas corbatas de pavo real, gemelos contundentes y relojes imposibles de explicar para quién lleva años ingresando el sueldo de un político en España. Acojona recordar su discurso moralista, sus críticas furibundas a la izquierda y a los sindicatos por sus casos de corrupción. Con lo que ha averiguado hasta ahora el juez, hay que tenerlos muy grandes para plantarte delante de una cámara y soltar todo aquello. Antes de sentarte ante el micrófono, hay que pedir capa doble de maquillaje facial para que los televidentes no perciban el sonrojo, o el rostro pétreo.
Gracias a la cara más amarga de la globalización, la frontera de la peor corrupción ya no la marca el nivel de riqueza de un país. Sólo el compromiso moral de una gran mayoría de individuos, y la respuesta de una sociedad civil fuerte capaz de enfrentar esos comportamientos indignos sitúa a un país a un lado u otro de esa frontera. En ese sentido, los sistemas más limpios y con mayor capacidad para detectar y expulsar la suciedad funcionan bajo un principio tan liberal como es el de la responsabilidad individual. Entonces llega Esperanza Aguirre y declara hace unos días que la culpa de las tarjetas black de Caja Madrid es de quienes las dieron, y no tanto de quienes las usaron. Ese liberalismo a beneficio de inventario es la copia exacta, en negativo, del socialismo pleno de derechos y sin ninguna obligación que algunos proclaman como solución a la crisis. Con semejante polución ideológica, dan ganas de quedarse a respirar el oxígeno escaso de las montañas, pero al menos limpio.
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