Están resultando entrañables estos últimos días. Andamos desempolvando el baúl de los recuerdos, recuperando en la memoria fotografías de unas vidas nada heroicas: aquel cunnilingus a plena luz del día, con la chica encaramada en el teclado de un cajero automático, y tú esperando para sacar dinero. Aquel joven británico desplomado en un banco, sin camiseta pero con los colores de Atlético de Madrid estampados por el sol en su piel desnuda, con los calzoncillos por las rodillas y dos ninfas arrodilladas adorando un pene flácido por los efectos del alcohol. Y aquella pareja de rubias caminando al alba hacia su hotel, descalzas por la acera con sus minifaldas-cinturón algo subidas y las respectivas bragas en la mano. La semana pasada escuché que lo de Magaluf ya pasa de castaño oscuro, y me quedé con ganas de preguntar quién establece los límites cromáticos en esta moderna Gomorra. Por qué un par felaciones simultáneas en la barra de un bar se dibujan con una tonalidad pastel aceptable, y con veinte mamadas nos adentramos en la negrura tenebrosa. A propósito del famoso vídeo de una chica cabeceando como un pájaro carpintero, estamos asistiendo a un ejercicio de hipocresía no apto para espíritus sensibles.
Que levanten la mano los que no hayan ido de visita a nuestra versión autóctona del salvaje oeste. Que den un paso adelante los que no hayan acompañado a amigos o familiares, a petición de éstos o por sugerencia propia, para observar in situ este parque temático de la barbarie. Recuerdo haber visto un reportaje sobre la locura de Punta Ballena en la revista Interviú cuando aún no vivía en Mallorca. Había fotografías de sexo explícito en locales de ocio nocturno, y de eso hace más de dos décadas. Por tanto, lo primero que deberíamos pedir es una cierta contención en la reacciones públicas ante esta variante mediterránea del primer neanderthal. Que no asomáramos la cabeza cada noche por la puerta de esos antros no significa que no supiéramos lo que allí sucede, o como mínimo lo imagináramos.
No hace tanto tiempo alguien me explicaba que un padre había sorprendido a su hija de quince años haciendo una felación a un chico en el portal de su casa, situado en el extrarradio de Palma. Pasado el trance, la adolescente le confesó a su madre que no eran novios, que sólo eran amigos y le estaba dando las gracias por llevarle hasta su casa en moto, evitando una buena caminata o pedir un taxi. Quiero decir que perderte el respeto a ti mismo tiene poco que ver con el número de penes succionados, el lugar de nacimiento, estar de vacaciones o el nivel etílico. Es cierto que estos dos últimos factores favorecen la deshinibición, pero en absoluto resultan imprescindibles. La banalización del sexo a edades bien tempranas se viene observando con gran indulgencia, se comprende como parte del proceso de aprendizaje vital de nuestros jóvenes en sociedades abiertas y tolerantes, o sea, modernas. Es parte del progreso. Lo contrario se percibe como una forma de represión, de mojigatería, una educación casposa propia de otra época. Sólo se consideran importantes dos cuestiones: la primera, no hacer nada de forma obligada. Todo debe ser fruto de la propia voluntad. A partir de ahí los límites se los pone cada uno, aunque se te acabe de caer el último diente de leche. La segunda, se deben explicar los riesgos, conocer el catálogo de enfermedades de transmisión sexual. Cumplidas estas dos premisas, podemos acelerar los conocimientos de nuestros estudiantes de secundaria editando folletos para mejorar las técnicas masturbatorias en pareja, o con amigos. De chupar una polla con quince primaveras en un portal de La Vileta en señal de agradecimiento, a mamar veinte pitos con dieciocho años en el concurso de un bar en vacaciones, sólo hay un salto cuantitativo, no cualitativo. Cuidado entonces con los discursos morales patrioteros sobre la chusma británica que nos visita, no fuera que estemos exportando parecidos especímenes en los viajes de estudios a la península.
Pero el colmo del sofoco no lo hemos alcanzado con el vídeo del concurso, sino al escuchar que las administraciones no pueden hacer nada para impedir esos comportamientos en locales públicos. Se han reunido los responsables y entre todos se la han cogido con el papel de fumar del Código Penal para explicarnos que no existe encaje jurídico, que no se puede sancionar a los locales ni a las empresas que promueven las excursiones etílicas. Debe ser que ninguno de los reunidos ha solicitado jamás una licencia de actividad, ni ha sufrido una inspección de trabajo, ni de las condiciones de salud e higiene laboral, ni de las medidas de seguridad, ni una medición del nivel de ruidos, ni una revisión de las salidas de emergencia, ni una comprobación de los sistemas de ventilación, ni un examen de su publicidad, ni del acceso de menores, ni del consumo de drogas ilegales… En este país a un pequeño empresario le pueden sancionar por respirar. La munición normativa de las administraciones es de tal calibre y variedad que provoca carcajadas escuchar que lo único que se puede hacer es “concienciar” a los turistas: ¿de que no te la chupen? ¿de no chupársela en masa a desconocidos? Si estamos de broma el mamading da para muchos chistes malos como éste, pero entiendo que para eso ya tenemos las redes sociales. Si vamos en serio con el asunto la única pregunta a contestar es si se está dispuesto a reventar este suculento negocio a un año de las elecciones. Si se ponen hoy mismo alguno ya no haría el agosto.
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