La fascinación del hombre ante el peligro es anterior a la política y a los medios de comunicación masivos. Hace miles de años nuestros antepasados ya sabían cazar con trampas, pero algunos elegían abatir sus piezas enfrentando a las bestias. Lo hacían para sobrevivir arriesgando voluntariamente sus vidas, en uno de los ejemplos más antiguos de la naturaleza contradictoria del ser humano. Hoy ya hemos inventado la psicología, y la ciencia nos ha explicado qué es la adrenalina y cuáles son sus efectos. Sin embargo, nos empeñamos en buscar explicaciones racionales donde no las hay. Queremos ordenar el caos como demostración de modernidad, cuando lo que nos fascina es precisamente es esa parte del pasado, ancestral y salvaje, que nos revela lo que fuimos y ya no seremos. La sarta de incongruencias que llevamos escuchando durante días sobre las fiestas de Sant Joan en Ciutadella son sólo otro ejemplo de esta paradoja alucinante en la que nos hemos instalado. Y este contrasentido crece en la medida que confiamos en un Estado que se responsabilice de todo y por todos. No sólo exigimos una administración capaz de controlar los riesgos que buscamos, sino que además pretendemos que pague por nuestros errores. Si Nepal no fuera un país del tercer mundo le exigiríamos a su gobierno subir al Everest con la garantía de no sufrir congelaciones.
Bertrand Tavernier sorprendió al público en 1980 con una película arriesgada y futurista que hoy aparece superada por la realidad. “La muerte en directo” es una parábola moral sobre la muerte como espectáculo de masas, y una reflexión anticipada sobre el papel de los medios de comunicación y la telebasura. Este es un concepto tan amplio que ya no distinguimos sus límites, desdibujados por los realities más sorprendentes, el ocaso del pudor y la banalización de la violencia. En la película de Tavernier, un inconmensurable Harvey Keitel se deja instalar una microcámara en el cerebro para transmitir imágenes en directo de la agonía de una enferma terminal, interpretada por Romy Schneider. Hoy, los smartphones y las gafas de Google facilitarían mucho el seguimiento de esa belleza moribunda. Asistimos al último suspiro de Gadafi sodomizado por la justicia popular, y las redes sociales a diario nos regalan vídeos escalofriantes. Por eso sorprende no haber visto una grabación del accidente que le ha costado la vida a una mujer en Ciutadella durante los Jocs des Plá el pasado 24 de junio, en un lugar en el que se encontraban decenas de miles de personas. Yo lo vi, y al instante recordé el título de la película de Tavernier porque pensé que había asistido a una muerte en directo. No me refiero a que estaba por allí, sino que observaba directamente al cavaller en el momento en que su caballo impactó contra la pareja que deambulaba despistada por el final de la explanada.
La falta de imágenes ha permitido publicar un rosario de falsedades e interpretaciones absurdas sobre lo ocurrido. El suceso y su fatal desenlace no tuvo que ver con la masificación de los juegos, ni con la falta de efectivos sanitarios, ni con la ubicación de las ambulancias, ni con la distribución de los voluntarios, ni con la organización de los miembros de Protección Civil. El caballo no perdió el control tras rozar a un joven justo en la zona de la ensortilla, ni tampoco golpeó contra un muro que debía estar protegido. Todo lo que ocurrió fue que el jinete mantuvo el caballo a galope tendido hasta el final del recorrido, cuando la mayoría comienza a reducir la carrera al atravesar el cable que sostiene el aro, lo atraviesen o no con su lanza. Irrumpió a una velocidad tremenda en un área despejada, a muchos metros de la zona de máxima aglomeración donde los voluntarios se emplean a fondo para formar un cordón de seguridad que minimice los riesgos de accidente. El impacto fue brutal. El caballo giró sobre sí mismo en el aire y el jinete quedó tendido sobre la arena como un muñeco de trapo. Las tres personas que lo observábamos en directo desde un balcón próximo quedamos sobrecogidas, y pensamos lo mismo sin decirlo: una muerte en directo.
La manera de evitar un accidente como ése se antoja sencilla: vallas en todo el trayecto de las corregudas, desde el principio hasta el final, para separar físicamente los caballos de los espectadores. O sea, inventar una fiesta nueva, en el mismo sitio y en las mismas fechas, pero diferente. Quien considere que esta es la solución que lo plantee sin ambages, pero dejando a un lado la hipocresía y la mezquindad política. Cuestión distinta es la vergonzosa tolerancia de la administración hacia el consumo de alcohol y otras drogas entre menores, que da lugar a espectáculos bochornosos capaces de degradar la imagen de las fiestas de Sant Joan mucho más que un desgraciado accidente. Aunque cabe también otra reflexión, ¿por qué exigir más responsabilidad a un ayuntamiento que a los padres de una adolescente que viaja en barco con 30 euros en el bolsillo para pasar dos noches de fiesta sin saber dónde va a dormir?
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