El hierro puro tiene hoy pocas aplicaciones. Es un metal duro y denso, pero tan pesado que su utilidad queda prácticamente reducida a la producción siderúrgica. La evolución para aumentar sus usos nos llevó al acero, una aleación de hierro que contiene un porcentaje de carbono. El acero sigue siendo indispensable por su tenacidad y su alta resistencia al desgaste. Esta resistencia aumenta cuanto más carbono incorpora en su composición, pero entonces pierde ductilidad, y además continúa resultando pesado para determinados usos. La solución a una parte de esos problemas llegó con el aluminio, un metal más ligero y muy abundante en la naturaleza, que aleado con otros elementos nos ha ofrecido soluciones técnicas inimaginables hasta hace unas décadas. Hierro, acero, carbono, aluminio… hasta que en los últimos años el titanio irrumpió en nuestra vida cotidiana desde las películas de ciencia ficción. El titanio es ligero, soldable y tiene una gran resistencia a la tracción, a la temperatura y al ataque de los ácidos. O sea, las propiedades del cuerpo de Rafael Nadal, que de momento sobrevive a las profecías vitriólicas sobre su retirada, que algún día se cumplirán, por supuesto. Pero no es esto lo que ha mantenido boquiabierto al mundo durante una década de prodigios tenísticos.
Recientemente los científicos han dado un paso más diseñando nuevas aleaciones metálicas de altísima resistencia. La innovación consiste en que pueden llegar a ser hasta cien veces más sensibles que las empleadas hasta ahora. Estas aleaciones adquieren una mayor flexibilidad, se doblan, se adaptan, incluso se deforman permitiendo recuperar después su estabilidad inicial. Lo que nos fascina de Nadal es su aleación revolucionaria, anticipada a su tiempo y a la ciencia, resistente y sensible a la vez, capaz de conmover a millones de personas aunque no hayan empuñado una raqueta en su vida, o confundan un tie-break con un descanso en el partido. Nadal corre, suda, grita y golpea con violencia unas esferas amarillas que a veces se le aproximan a más de doscientos kilómetros por hora. Se vuelve a colocar para iniciar un punto y sus músculos destellan como la carrocería de un Fórmula Uno el día de presentación del bólido. Pero aquí no hay parafina untada sobre la piel. Ya sabemos que le duelen las rodillas, y también nosotros compartimos ese sufrimiento, aunque sin necesidad de padecer sus lacerantes infiltraciones. Cuando se le abre la carne en la mano izquierda y todas las curas fallan, o no hay tiempo suficiente para restañar la herida, entonces recurre a un pegote de Super Glue sobre la llaga. Los aficionados agradecemos el esfuerzo sin tener que comprobar los efectos brutales de arrancar más tarde semejante apósito de una piel dañada. Por ello, y por muchos más detalles, admiramos esa dimensión titánica, de sacrificio y superación, esa fortaleza física y mental que lo sitúa cerca de una condición sobrehumana, capaz de cualquier cosa por sus solas fuerzas, porque su reino no es de este mundo. Y pensamos que ese Olimpo sólo lo puede habitar en soledad, que a semejante altura sólo él puede respirar, que esos momentos agónicos no los puede compartir con los mortales.
Entonces se acerca caminando al recogepelotas y le pide la toalla. Se sitúa tan cerca del muro del fondo que no hay cámaras que puedan recoger un primer plano de su rostro. Está de espaldas a su rival en la pista, tan cerca de la esquina que no queda ángulo para ver sus ojos. Y entonces levanta la vista, y busca con la mirada a su madre, a su padre, a su novia, a su hermana, o a alguien de su equipo. Es sólo un segundo, quizá menos, lo suficiente para expresar que sufre, o que está fundido, o que le duele, o que va justo, o que no llega, o que lo está pasando mal, o que tiene dudas. Se tambalea y toda esa aleación del mito queda licuada por un instante en una expresión que lo devuelve a la Tierra, que lo humaniza y lo convierte en vulnerable. Por eso rompe a llorar cuando gana y nadie, ni siquiera sus enterradores prematuros, dudan de la sinceridad de esas lágrimas.
A Nadal no lo elegimos. Fue un regalo que nos cayó, sin saber muy bien el motivo, o si lo merecemos. Se inventó a sí mismo con la ayuda de su familia, de su entorno y de un entrenador que es bastante más que un señor que sabe mucho de tenis. Pero a los políticos sí los elegimos. Y puestos a escoger, no quiero gas, tan volátil, ni quiero hierro, rígido y poco práctico. Me quedo con una de esas modernas aleaciones, resistentes y sensibles al mismo tiempo. Una combinación versátil y práctica para dar cuerpo a políticos capaces de defender sus principios, claro, pero también de adaptarse y moldearse sin perder su naturaleza.
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