No se producía un harakiri colectivo de tal magnitud desde la disolución de las Cortes franquistas. Lo ocurrido el jueves pasado en la sede central de La Caixa fue algo histórico, y sin duda emotivo para muchos de los asistentes a su Asamblea General. Yo me limité a certificar la distancia abismal que separa hoy la política de la realidad en cualquier lugar de España. Pero Cataluña en este punto merece una mención de honor.
Hace 110 años las cinco entidades fundadoras de La Caixa de Pensions aportaron 62.590 pesetas para su constitución, a las que se añadieron otras 25.000 del patrimonio personal del rey Alfonso XIII. En 2014, el valor actualizado de ese capital inicial rondaría los 44 millones de pesetas. Pues bien, se acaban de aprobar unas Cuentas Anuales que reflejan unos activos por valor de 351 millones de euros. Es decir, los 44 millones de pesetas se han convertido en 58 billones, sí, con b de billones. A pesar del tifón económico, La Caixa ha conseguido mantener sus 33.000 puestos de trabajo, los mismos que al inicio de la mayor crisis que hemos conocido en décadas. Estos empleados atienden a 14 millones de clientes en casi 6000 oficinas. Son los números de la tercera entidad financiera de España, que ha conseguido bajar sus ratios de morosidad por primera vez desde 2006. Podría seguir aburriendo con cifras, pero lo resumiré: La Caixa va bien, y todo apunta a que va a ir mejor. Su ejemplo desmonta la crítica a un modelo centenario de cajas de ahorros. Demuestra que lo que ha fallado no ha sido la arquitectura jurídica o financiera, sino la gestión de una banda de irresponsables que en algunos casos compartían esa condición con la de delincuentes.
Presiones políticas sobre las entidades financieras han existido siempre, y en todas partes. Las sigue habiendo y las habrá en el futuro. La cuestión estriba en cómo se capean esas presiones, y en si se permite que afecten a una gestión profesional. El Director General de La Caixa, Juan María Nin, se anticipó a la crisis bancaria con una serie de decisiones estratégicas que permitieron reestructurar su cartera crediticia y evitar que el tsunami los arrollara como sucedió en otras cajas. Esto es lo que todo el mundo reconoce como una gestión profesional. Lo interesante hoy sería acceder a las facturas de su teléfono para conocer las llamadas que recibió por entonces, y conocer quién intercedía por quién, y desde dónde se hacían esas llamadas. De esta manera se haría patente que en Barcelona hay quien sí ha entendido correctamente los beneficios de la independencia. La de criterio, me refiero.
Tal y como están las cosas, hoy en Cataluña cuenta más lo que no se dice que lo que se dice. Una mínima pero significativa modificación en los estatutos de la nueva fundación bancaria, referida a su ámbito de actuación, ocupó hace unos días la portada de uno de los principales diarios de tirada nacional. Sin embargo, el proceso soberanista no ocupó ni una sola de las intervenciones en la última Asamblea General de La Caixa. Hubo tiempo para que más de una decena de los asistentes se explayaran sin límite de tiempo, para que citaran a Lampedusa y a Mandela, incluso para que recordaran la guerra de los Balcanes y los bombardeos de la OTAN, pero ni una palabra sobre el impacto mortal que una hipotética declaración unilateral de independencia tendría sobre la entidad. Allí había 150 personas representando a impositores, entidades fundadoras y de interés social, y corporaciones locales. Cuesta imaginar que ninguno de ellos se hubiera bañado en las sucesivas y gigantescas mareas humanas por la independencia. Pero nadie preguntó por el futuro de la tercera fundación más grande del mundo según su valor patrimonial (sólo por detrás de la americana Bill&Melinda Gates y la británica Welcome Trust) con sede en una Cataluña fuera del euro. Y allí nadie se podía sentir coaccionado para guardar silencio y no pedir la palabra. El único miedo que se percibía era el de hacer el ridículo. Nadie quiso saber, opinar o preguntar. O más sencillo aún: todo el mundo conocía la respuesta. La quimera y las finanzas hacen mala pareja. Y una dotación fundacional de 5868 millones de euros es algo tan real que deja poco margen para la fantasía.
En la actualidad, el ochenta por ciento del volumen de negocio de La Caixa está fuera de Cataluña, básicamente en el resto de España. Pero no es suficiente. La visión estratégica de Isidro Fainé en los últimos años ha resultado decisiva para salvaguardar el espíritu fundacional de una institución centenaria, que va a dedicar este ejercicio otros 500 millones de euros a su Obra Social. Fainé tiene claro que en un mercado de capitales globalizado, el tamaño sí importa. Ya sabemos que una utopía es más seductora que una tarea realista, pero la previsible internacionalización de La Caixa es incompatible con una aventura guiada por equilibristas y kamikazes.
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