Supe que Australia era una realidad más allá de los mapas de geografía cuando recibí una carta desde Melbourne cumplidos los quince años. Era de uno de aquellos sobres con el ribete rojo y azul, y un vistoso sello con la imagen de un pájaro exótico, tan distinto de los nuestros monocromos con la efigie del Jefe del Estado. Por entonces no veíamos por televisión partidos de tenis de madrugada, ni carreras de Fórmula Uno, ni reportajes de National Geographic sobre los aborígenes que aún hoy habitan a los pies del Uluru. El remitente de aquella epístola, y de otras muchas desde varios lugares del mundo, fue uno de los mejores profesores que he tenido nunca. De Víctor Garrido aprendí muchas cosas importantes de la vida, la mayoría fuera de las aulas, y estoy seguro que si algo bueno se pudo sacar de mi por entonces, en gran medida fue gracias a él. Pocos días antes de que partiera a dar clases en el extranjero, me lo crucé paseando por el colegio con una de las personas más crueles que he conocido, también profesor. Le pregunté a Víctor cómo podía charlar alegremente con semejante monstruo, y entonces me habló de la felicidad, de la compasión, y de la severa condena que supone para un hombre tener que dedicar su vida a algo que aborrece, como por ejemplo la docencia.
Aquel infeliz era un tipo desequilibrado que despertaba en mi un miedo cerval desde el día que vaticinó que yo acabaría en un pozo, “como todos los listos que creen que al colegio se viene a pensar en lugar de a estudiar”. Ya más talludito se me pasó el pánico, y desde mi temeridad adolescente lo provocaba en las clases de religión. Le citaba a Oscar Wilde para preguntarle su opinión sobre la necesidad de pecar y caer en todas las tentaciones como único camino para una posterior redención, y entonces estallaba. Para mi era un espectáculo teatral ver su rostro violáceo, y las venas de su cuello a punto de reventar, pero otros compañeros sucumbían ante su cólera y quedaban paralizados en su presencia. Quizá algunos de éstos hayan derivado en grandes calzonazos, o en ejecutivos sádicos, quién sabe.
He querido traer aquí al mejor y al peor maestro que recuerdo de mis años escolares, porque es un ejercicio práctico al alcance de niños y adultos que facilita la distinción entre docencia y docentes. Treinta años después, mi hija me habla fascinada de las lecciones y las preguntas de un profesor que le obliga a pensar. Y también demuestra compasión, la que yo no tuve, con otro malhumorado que “se nota mucho que da clase porque no le queda más remedio, porque no puede trabajar en lo que estudió”. La cruda realidad y la escasez de argumentos contundentes está empujando a algunos a mezclar la defensa de la educación pública, o en catalán, o ambas dos, con el aplauso incondicional a sus ejecutores. A todos, sin distinción. Aquí se pretende generar un barullo confundiendo la categoría con los individuos, y así descalificar a los que, por ejemplo, criticamos la utilización de los alumnos como escudos humanos.
El corporativismo es una enfermedad muy extendida en España, que en el caso de los profesionales de la enseñanza alcanza niveles asombrosos. No hay demócrata que ponga en cuestión la importancia del periodismo en una sociedad de individuos libres, pero a nadie se le ocurriría vetar la crítica a un periodista que publica falsedades a sabiendas. La importancia de la medicina no impide reconocer la mala praxis de un médico, sin que ello suponga poner en la picota a todo el colectivo de profesionales de la salud. Y el derecho de defensa garantizado en la Constitución no excluye la posibilidad de que un sinvergüenza figure de alta en un colegio de abogados. Sin embargo, ante planteamientos insólitos como el de un boicot comercial, hacer huelga cobrando, o recurrir al aprobado general como medida de presión, sólo hemos llegado a escuchar tímidos desmarques o críticas con la boca pequeña, sin hacer demasiado ruido, de una mayoría del profesorado honesta y sensata, que puede estar en desacuerdo en todo o en parte con el TIL, pero nunca compartir esa estrategia suicida frente los padres y la opinión pública.
Estos mecanismos de defensa a ultranza de todo un gremio profesional resultan paradójicos observados desde fuera. Lo que otorga legitimidad a un grupo a los ojos de los demás no es una cohesión granítica. Son sus razones y argumentos, por supuesto, pero también su voluntad de autocrítica y su capacidad de expurgar los elementos que traspasan ciertos límites, incluso aunque puedan compartir sus intenciones. Y es curioso cómo esta protección tribal se extiende en ocasiones entre los familiares de los docentes. Mi padre se jubiló tras cuarenta años impartiendo clases de ética y filosofía. Compartió claustro con decenas de personas cabales, la mayoría de sus compañeros, pero también con algún sectario, que seguramente se sentiría ofendido por este artículo, y que opinaría que a mi padre le ha salido un hijo fascista.
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