EL FESTÍN DE BABEL

Es muy difícil percibir desde el salón de casa la imagen que proyecta un país hacia el exterior. Puedes picotear por internet los medios de comunicación extranjeros, puedes responder dudas de amigos foráneos y familiares expatriados, pero siempre terminas por pensar que algo se les escapa porque el día a día de millones de personas no cabe en los artículos de opinión ni en unas cuantas fotografías. Es un razonamiento bastante lógico porque uno mismo tiende a considerar que la sobredosis de información que recibe a diario desde los medios nacionales no sólo es insuficiente para captar una realidad tan compleja como la que vivimos, sino que a veces provoca el efecto contrario y distorsiona totalmente el panorama.

Me contaba un griego que viaja habitualmente a España que las imágenes más duras de la crisis en su país las había visto en el televisor de su habitación en un hotel de Madrid. Yo lo atribuía a la censura local, pero él me explicaba cómo, a pesar de las dificultades, su mediana empresa sobrevivía en medio del caos económico y financiero. Y un rato después me enseñaba fotos en el smartphone de una familia de clase media, la suya, almorzando un domingo en un restaurante abarrotado a las afueras de Atenas. Una mujer y dos niños sonrientes en un soleado día de verano, armados con amenazantes cucharillas ante unos gloriosos helados de fresa y chocolate. Y cuando ya estaba a punto de pensar que este hombre era un privilegiado que vivía en una burbuja ajeno al drama de muchos de sus compatriotas, entonces recordaba su historia, y la de su hermana emigrante, y la de los propietarios de la empresa en la que trabajaba, relatos de lucha, tesón y sacrificio, a veces recompensado y a veces no. Y este recuerdo se introducía violentamente en mi prejuicio, haciendo cuña en la imagen coral de millones de griegos viviendo del cuento, defraudando a Hacienda, cobrando pensiones indebidamente, silbando cabreados porque la orquesta abandona precipitadamente el escenario de la verbena cuando aún está el confeti flotando por los aires.

La semana pasada, tumbado en la cama de un hotel a unos miles de kilómetros de distancia del terruño, contemplaba la galería de fotografías sobre España realizada por Samuel Aranda y publicada en el New York Times. El dramatismo de las imágenes que aporta el blanco y negro sería digno de aplauso en una galería de arte, pero insertadas en uno de los periódicos más influyentes del mundo como reportaje para reflejar la situación de un país constituyen pornografía dura. En una de ellas aparece un hombre casi totalmente desdentado, y justo detrás un émulo de Pancho Villa que deja patente la situación pre-revolucionaria en la que nos encontramos, con una mayoría de la población a punto de asaltar la Zarzuela con palos y guadañas. Al día siguiente discutía con un avezado periodista sobre la potencia manipuladora de las imágenes fijas sin necesidad de presentar un cormorán de Alaska pringado de petróleo como imagen del desastre de la guerra de Irak. El me respondió que la potencia destructora de la realidad en televisión es mil veces mayor, porque a diferencia del carácter instantáneo de una imagen fija, el telespectador cree que lo está viendo todo, cuando sólo le estás abriendo una ventanita. Esa misma noche, a punto de quedarme dormido en otra cama extraña de hotel, las imágenes de la batalla campal frente al Congreso de los Diputados se abalanzaron sobre mí y me sacudieron desde el informativo de la televisión pública de un país europeo. Ahí estaba la ventana abierta durante unos segundos, y eso era todo lo que yo podía ver de mi país. Seguidamente se cerraba y se abría otra con la cúpula del Reichstag en Berlín al fondo, y luego Angela Merkel caminando sobre una moqueta azul antes de los apretones de manos y las sonrisas.

Ya de vuelta a casa, veinticuatro horas después del salvaje espectáculo ofrecido ante unos leones que desde el 23F ya no se asustan por nada, estoy sentado en una terraza, rodeado de gente tranquila, personas que charlan animadamente, de amigos que ríen, de parejas que susurran, contemplando a turistas curiosos, paseantes que atraviesan la placita con una expresión feliz porque ayer no debieron ver el telediario en sus hoteles. La Biblioteca de Babel es un oasis donde el disturbio más grave que se puede producir es por no encontrar el libro que buscas. José Luis, el librero que da vino y letras al sediento, me muestra la última joya literaria de Joseph Roth publicada en España, y yo sólo pienso en sacar una foto de ese momento y enviársela a mi amigo griego. Porque si le llamo y se lo cuento no se lo va a creer.

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