El Bar Bosch de Lisboa se llama A Brasileira. Es un café más pequeño que el nuestro, más rancio y un poco kitsch. La terraza presenta un mobiliario horroroso, de un metal blanquecino, pero es el lugar perfecto para contemplar el paisanaje lisboeta que sube y baja por la Rua Garret, entre el Chiado y el Barrio Alto. Hay una estatua de Fernando Pessoa, habitual del local hace mucho tiempo, allí sentado, con una pierna cruzada y su característico sombrero, que parece que se va a poner a charlar contigo en cualquier momento. Durante un par de años viajé a Lisboa a menudo, y cuando tenía tiempo siempre trataba de elegir la mesa contigua a la de Pessoa por si algún día me susurraba algo al oído. Una noche lo debió intuir un viejecito, porque se paró a mi lado y me contó el día en que, siendo un niño, paseaba de la mano de su madre y vio en persona al gran poeta portugués, agarrado a una de las muchas botellas de aguardiente que terminaron con su hígado a los 47 años. Quizá se lo inventó, porque no parecía tan mayor, pero fue uno de los ratos más agradables y divertidos que recuerdo en aquella ciudad. Puede que le contara la historia a cada forastero solitario que veía sentado en aquellas pavorosas sillas medio oxidadas, pero me dio igual, y supongo que por eso, y por su amabilidad, no he olvidado ningún detalle de aquel relato real o imaginado.
En otra ocasión, sentado en una de las terrazas del Nyhavn, en Copenhague, las dudas me atormentaban ante una prolija carta de helados. Dos señoras danesas, maduras y estupendas, se percataron y casi se pelearon entre ellas para convencerme de sus respectivos granizados favoritos. Obviamente, las recuerdo mucho más a ellas que a los barquitos del muelle bamboleándose suavemente a esa hora de la tarde.
Aquí andamos a la greña por las terrazas de Es Born. Todo es opinable, pero hay tres cuestiones que me llaman la atención. La primera, la radicalidad rayana en la ofuscación de algunos de los argumentos que se escuchan, sobre todo en contra de su instalación: destrozo del paseo, menosprecio por su valor histórico, pérdida de identidad, destrucción del patrimonio… En Florencia te puedes tomar un capuccino sentado a treinta metros del Perseo de Cellini y de El Rapto de las Sabinas de Giambologna, pero en Palma nos vamos a cargar las esfinges por veinte mesas. También son de aurora boreal algunas descripciones para justificar los chiringuitos: desierto de baldosas, vía muerta, espacio desolado… no sé, el Bronx en Ciutat. Todas estas exageraciones terminan por vaciar de sentido común lo que podría ser un debate mesurado y saludable. A mí me gustan las terrazas, y me gustan donde hay y pasa gente, como los paseos y las plazas. Pero si no las hubiera en Es Born tampoco me quemaría a lo bonzo ante el olivo centenario de Cort como parece que van a hacer algunos.
El segundo tema sorprendente es el del robo de espacio al pueblo llano por la privatización explotadora de la vía pública: “todo para que alguien se forre”. Al hablar de empresarios, aquí nos movemos entre Florentino Pérez y el propietario de una cafetería sin excesivos distingos. Llegados a este punto, que paren que yo me bajo del autobús de la ciudadanía, porque a mí me no roban nada, me tome o no me tome una cerveza bajo esos plátanos majestuosos.
Pero la última cuestión es la más preocupante. Porque en demasiados comentarios y opiniones rezuma un tufillo de hostilidad hacia los turistas, un hartazgo de intrusos, un fastidio por verlos allí apoltronados, observándonos transitar en nuestra casa, exactamente igual que hacemos nosotros, o al menos yo, cuando viajamos. Todo lo que les gustaría encontrar a esos visitantes en su pausa es una ciudad hospitalaria, de gentes cordiales que les devuelven una sonrisa y les ayudan a elegir entre el variat y la llagosta. Sin embargo, parece que nos molestan. El sol ya calienta, y seguro que muchos praguenses cambiarían su primavera del 68 por la nuestra de cada año, pero sabemos que Dios da pan a quien no tiene dientes. En mi lucha contra esa divina injusticia, trocaré las barricadas por terrazas, y estrenaré las de Es Born el día de la huelga general, cuando acabe de trabajar.
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