Todos nos equivocamos, por eso los errores de bulto llaman mucho más la atención cuando son cometidos por personas a las que tenemos por clarividentes, perspicaces o con una superior capacidad de cálculo sobre las consecuencias de sus actuaciones. Esto resulta especialmente llamativo en los políticos por el intenso escrutinio al que están sometidos por los medios de comunicación. Tengo que reconocer que no consigo entender cómo se activa el mecanismo de decisión en personas que suponemos inteligentes para incurrir en determinados traspiés.
Adolfo Suárez decidió legalizar el Partido Comunista con nocturnidad, aprovechando unos días festivos, engañando a la cúpula del ejército y a la mayor parte de sus compañeros de partido, y ocultando los plazos y condiciones a los miembros de su gobierno. Todo ello en mitad de una sangría de atentados terroristas y en una situación de enorme inestabilidad y convulsión social. Su decisión aceleró la pérdida de apoyos que venía sufriendo y precipitó su dimisión como presidente del gobierno, además de dar el empujón definitivo a los golpistas del 23-F. El animal político que había pilotado el proceso de la Transición a una velocidad de vértigo perdió por un instante la visión periférica, midió mal los tiempos y el estado de la carretera, se pasó de frenada en esa curva y, sorprendentemente, se estrelló cuando ya había sorteado lo más difícil. En cuestión de días su estilo de conducción audaz se trocó en temerario.
Durante semanas, un Nicolás Sarkozy napoleónico trató de colocar al frente del elitista distrito financiero de La Defense en París a un chaval de veintitrés años. Casualmente era su hijo, y se suponía que iba a compaginar este trabajo con la carrera de Derecho inacabada. Como unas prácticas, pero a lo bestia y mejor remuneradas. No lo consiguió, pero en Francia aún se preguntan cómo pudo llegar su Jefe de Estado a tal nivel de autismo, a ese punto de infalibilidad divina que lo cegó de una manera incomprensible, no ya en una persona espabilada, sino en un hombre corriente con sentido común. En un ámbito más doméstico, nunca mejor dicho, ese nivel de ofuscación lo alcanzó Jaime Matas cuando decidió mudarse a su nueva casa en la calle San Felio seis meses antes de las elecciones autonómicas de 2007. No escuchó los consejos de nadie, ni siquiera los del periodista más influyente y temido del país, que le advertía de las nefastas consecuencias de su decisión. Ante alguno de sus atónitos asesores argumentaba el ex-presidente que se trataba de una cuestión estrictamente privada y que no podía negarse a la petición de su cónyuge.
Sin ningún ánimo de comparar a los personajes, su situación personal en aquellos momentos, ni mucho menos las consecuencias posteriores de sus decisiones, estos son tres ejemplos de clamorosos errores de políticos en el poder. Podríamos citar cientos con otros actores, pero todos tendrían una característica común: el elevado nivel de autoconfianza de sus protagonistas, un halo de invulnerabilidad en torno a ellos y una sensación de total inmunidad frente a la opinión pública. A semejante estado de paranoia política, temporal o perpetua, se llega por diversos caminos. Puede ser, como en el caso de Suárez, una bifurcación equivocada de la senda del liderazgo carismático, pero lo más común es que el subidón provenga de una dosis mal digerida de voto masivo en las urnas. Unos resultados electorales espectaculares pueden ejercer de potente alucinógeno capaz de sacar de la realidad a quien hasta entonces permanecía con los pies pegados a la tierra. Dada la profusión de casos pretéritos y de todo color político, lo que sorprende es el nivel de reincidencia en ese estado de peligrosa levitación por encima del bien y del mal. En este nirvana, los misiles mal dirigidos y de calibre desproporcionado lanzados por una oposición histérica y desnortada pueden llegar a confundir el obligado desarrollo de un programa electoral apoyado mayoritariamente por los ciudadanos con el desplazamiento a lomos de un hermético carro de combate. Y desde el interior de uno de esos acorazados los errores garrafales ni se ven ni se oyen.
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