En 1960 un Kennedy fresco como los limones del Caribe encandilaba al mundo tratando de tú a los americanos y mirando a la cámara de televisión como si le hablara a Jackie durante su luna de miel. Pero la imagen para la historia de aquel debate es la de un Nixon acalorado con su frente empapada en sudor. En 1974 Miterrand se pasaba de frenada en su discurso emocional y Giscard d’Estaing lo aprovechaba con aquella frase memorable en la que negaba a su adversario el monopolio del corazón. En 1992 nacía para los telespectadores un mago de la gestualidad, un tipo que dominaba como nadie todos los resortes de la comunicación política. Como un ángel divino, Bill Clinton flotó durante dos horas sobre Ross Perot y George Bush en aquel espectáculo mediático de taburetes altos y candidatos paseando por el plató que siguieron en directo setenta millones de personas. Pero el hachazo definitivo se lo asestó a sí mismo Bush padre cuando la cámara lo pilló en mitad del debate mirando nervioso la hora en su reloj. Un año después, un novato con mostacho, hierático e incapaz de mover con naturalidad las manos sobre la mesa, pero bien preparado y transmitiendo una imagen de seriedad y solvencia, le comió la tostada a todo un fascinante y probado seductor de masas. Felipe González pagó caro en el primero de los dos debates de aquella campaña su exceso de confianza, su prepotencia y su desdén hacia un Aznar al que no miró ni una sola vez mientras hablaba. En 2007, Sarkozy fue acorralando dialécticamente a Ségolène Royal en cada asunto que discutieron, pero nadie recuerda ya sus argumentos. Los segundos de oro de aquel debate, mil veces repetidos después, fueron los de la pérdida de nervios y el descontrol de una gran candidata socialista, desarbolada por un instante, que ya no volvió a levantar cabeza. Probablemente no haya otro ejemplo más claro de hasta qué punto un mal momento en un debate electoral puede llegar a poner en evidencia a un candidato.
En 2008, Zapatero y Rajoy nos regalaron dos horas soporíferas por previsibles dentro de un formato tan estático y controlado que no se puede calificar como debate. Ambos pecaron de un exceso de agresividad en muchas de sus intervenciones, algo que el espectador desapasionado puede llegar a interpretar como una carencia de argumentos. Sin llegar a los niveles de enjabonamiento mutuo que alcanzaron Obama y Hillary Clinton en el último de sus enfrentamientos, la elegancia con el adversario y el elogio del rival juegan a favor de los candidatos más de lo que se supone, porque a ningún ciudadano indeciso o capaz de cambiar el sentido de su voto por un debate se le ocurre pensar que uno de los aspirantes a presidente sea la síntesis de todos los defectos posibles en un político. En ese caso, o ya tiene el voto decidido o no habrá manera de sacarlo de su casa el día de las elecciones. Sin embargo, la sorpresa del último debate electoral llegó al final. La protagonista más recordada de aquel cara a cara fue la niña postiza de Rajoy, cuya historia sonó tan falsa que a mitad de relato se podía leer en la frente del candidato popular: ¿pero qué coño estoy diciendo?
Lo que vengo a decir es que la mayoría de ciudadanos que esta noche veremos el show televisivo de Rajoy y Rubalcaba no lo haremos esperando una explicación pormenorizada de sus propuestas, porque ya llevamos semanas escuchando frases lapidarias y slogans bastante huecos, y los programas electorales están en internet para que no los lea nadie. Inconscientemente, a lo que estaremos atentos es al patinazo argumental, el tropezón expresivo, la contradicción flagrante, el desliz grosero, la duda fugaz, el balbuceo, la boca seca, el brillo en la frente, la pérdida momentánea de papeles, el bolígrafo tamborileando sobre la mesa, la mirada extraviada, la corbata mal anudada, las manos crispadas, el labio colgante ante una estocada del rival. En definitiva, el error del debate.
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