Hoy pretendía escribir sobre una fiesta que parece tocar a su fin. Les quería contar en qué consistía para muchos el “Día de les Illes Balears” en una feria turística. Lo iba a hacer a costa de renunciar de antemano a multitud de posibles lectores que han podido disfrutar in situ de la francachela, y que por tanto no encontrarán aquí ninguna aportación a su extenso conocimiento del asunto. Me estoy refiriendo a los que participaban en aquellos saraos a cuenta del erario público, no a los que se lo pagaban de su bolsillo o del de su empresa, que cada uno se gasta su dinero como le da la gana. Bajo la excusa de “encontrarse en un mismo sitio con todo el mundo para ahorrar tiempo en citas”, allí te topabas con personajes de lo más variopinto invitados por el Govern, los Consells o los ayuntamientos. La relación con el sector turístico de muchos de ellos se podía resumir, por ejemplo, en una semana de vacaciones familiares en un hotel de Peñíscola, pero daba igual. Había que estar. Al final tendremos que agradecer a la crisis más cosas de las previstas, y todo apunta a que este insulto a la decencia, al sentido común y a los contribuyentes se va a acabar a partir de noviembre en la World Travel Market de Londres.
Sin embargo, mientras aquella bochornosa hoguera de las vanidades se extingue, este verano Mallorca arde en llamas. No puedo profundizar en la descripción de aquellas jaranas porque el ambiente que me rodea mientras escribo este artículo invita más a una crónica bélica. Cierro los ojos unos segundos y me transporto a Shaigón convertido en un reportero de guerra, con el sonido de los helicópteros y aviones sobrevolando mi cabeza. Para completar la escena estoy a punto de ponerme a escuchar “La Cabalgata de las Walkirias”, pero aquí no huele a napalm, ni a victoria, sino a humo, derrota y fracaso. Es el tercer incendio en un mes que puedo ver desde mi ventana, y los tres se han originado en un kilómetro escaso a la redonda. Las casualidades en la vida existen, pero esto es otra cosa. En el año 2009 únicamente había en España diez personas cumpliendo penas de cárcel condenadas por un delito de incendio. Sólo en el mes de julio de aquel año se habían detenido a treinta y dos individuos implicados en incendios forestales, pero el porcentaje de estos casos que termina juzgándose no alcanza el uno por ciento. Cada verano volvemos con la misma historia, pero esta vez nos has tocado más cerca, en nuestra propia casa.
El problema no parece estar en las leyes, o quizá sí. Nuestro Código Penal establece penas de cárcel de entre diez y veinte años para condenados por delitos de incendio en los casos en que se pusieran en riesgo la vida o la integridad física de las personas. Si no se da esta circunstancia, el castigo queda reducido de uno a cinco años por conducta dolosa si el fuego se llega a propagar, y sólo de seis meses a un año de prisión si las llamas no se extienden. Me asomo por la terraza y observo esas avionetas volando en rasante y atravesando a ciegas la humareda negra, veo los helicópteros suspendidos a escasos metros sobre esa hondonada infernal para soltar con mayor precisión el agua, y puedo imaginar fácilmente a esas setenta personas asfixiadas por el calor tratando de cercar la parrilla abrasadora en que se ha convertido el bosque. Y entonces, sin saber si finalmente han tenido que desalojar o no de sus casas a algunos de mis vecinos, me pregunto: ¿existe algún incendio que no ponga en peligro las vidas de estos pilotos, bomberos, policías, guardias civiles, militares o miembros de Protección Civil que participan en las tareas de extinción? ¿Es posible realmente que alguno de estos sinvergüenzas incendiarios, si lo pillan, se puede ir a su casa con una condena que le evite pasar entre rejas una larga temporada?
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