Hace unas semanas se ha vuelto a emitir en un canal temático de televisión dedicado al turismo y los viajes la serie “El Mediterráneo desde el aire”. Es una producción francesa del año 2010 rodada desde helicópteros con esas cámaras súper-estabilizadas y de alta definición que ofrecen imágenes espectaculares de paisajes recónditos, o al menos desde una perspectiva distinta a la terrestre. En varios capítulos nos han paseado por Túnez, Marruecos, Corfú y las islas Cícladas, Sicilia, Cerdeña, Malta, Croacia, y por supuesto Baleares. La voz en off del narrador adopta un tono culto, de viajero exigente, con unos toques pretendidamente irónicos que al final resultan bastante cursis. Pero en general el estilo es amable, las críticas suaves y los elogios a los diferentes destinos muy superiores a las censuras… hasta que llega a Mallorca. Primeros planos de los balcones de horripilantes apartamentos en una primera línea de mar saturada, horrenda vista de pájaro de Palma como si fuera una megaurbe, breve referencia al lugar de nacimiento de Rafa Nadal con unos impertinentes acordes de fondo de una guitarra flamenca, y la traca final aludiendo al despropósito de una isla que recibe al año más turistas que toda Grecia y en la que riegan sus campos de golf con agua… ¡desalada! Antes había sobrevolado el paraíso de Formentera, había recordado la época hippy de Ibiza y su ocio nocturno, y había loado el edén casi intacto de Menorca.
Por supuesto que no pretendo dar a este ejemplo un valor estadístico, ni mucho menos, pero sí merece al menos una reflexión, porque Mallorca lleva incubando desde hace tiempo un grave problema de deterioro de su imagen turística. En este sentido, el inmovilismo, la falta de iniciativas y las nulas reformas de calado en el sector en los últimos años están convirtiéndose en un auténtico suicidio a cámara lenta, aunque volvamos a disfrutar esta temporada de un verano paliativo. A mí lo que me parece un ataque a nuestro sistema productivo es sentarse a esperar que el próximo bombazo en Estambul, otra guerra étnica en los Balcanes o la segunda primavera árabe nos llenen tres meses los hoteles.
Si existe una práctica unanimidad en considerar excesiva nuestra planta hotelera, ¿estos establecimientos van a desaparecer como azucarillos en el café? En las zonas saturadas, ¿el esponjamiento se producirá por la acción divina? Ahora que no hay ni para pagar la luz en la Administración, el debate sobre la financiación autonómica parece que se produjo el siglo pasado. Cuatro años más golpeándonos el pecho por el expolio fiscal y quizá a algunos se les quede la conciencia muy tranquila pensando en cuánta razón tenemos para quejarnos, pero eso no nos va a solucionar el problema.
Si la consecuencia de una modificación legislativa es que un hotel que antes abría cinco meses ahora abra nueve, ¿realmente importa que se beneficie de ello un empresario si hay más personas trabajando? En nuestra actual coyuntura económica, la mezquindad del planteamiento del perro del hortelano me deja más pasmado que nunca. Lo que deberíamos conseguir es que las expectativas de beneficio de un hotelero estén, además de en Dominicana, en Mallorca. Puede provocar ovaciones entusiastas despellejar a los Barceló, Escarrer, Fluxá, Piñero, etc. por no copiar en sus decisiones el altruismo de Vicente Ferrer, pero eso no mejora la situación de las decenas de miles de parados de nuestra comunidad por los que tanto parecen preocuparse los sindicatos (lo intento, pero me cuesta escribir representantes de los trabajadores). La nostalgia de algunos por un modelo turístico y de relaciones laborales que, nos guste o no, ya no volverá jamás, se está convirtiendo en miopía paralizante dentro de un sector en el que el cliente lo tiene clarísimo: o te mueves o me muevo. Y cada día hay más y mejores sitios para moverse por el mundo.
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