¿UNA TIERRA POBRE?


Urano fue un mal padre. Despreciaba tanto a sus hijos que los dejaba encerrados en las profundidades de la Tierra, que eran el vientre de la madre, la diosa Gea. Aquello no podía acabar bien, y Gea convenció a uno de sus vástagos, el dios Cronos, para que cortara los testículos de su padre. Desde entonces quedó claro que el tiempo puede ser muy cruel. Cronos arrojó los genitales de su padre al mar, y de aquella espuma blanca nació Afrodita. Un esperma tan masivo y furioso solo podía traer a la diosa del amor, la belleza y la lujuria.


Según la mitología griega todo este desparrame sucedió en Citera, una isla jónica que con tales antecedentes se convirtió durante el siglo XVIII en lugar de peregrinación para libertinos de toda Europa. Anticipaban así la máxima de Oscar Wilde, otro gran vividor, según la cual la única manera de librarse de una tentación es ceder ante ella. Aquello debió ser el paraíso terrenal, una versión culta y rococó de la isla de la tentaciones, pero sin cámaras.


En la segunda mitad del siglo XX se popularizan los viajes, y tantos visitantes atraídos por el placer y las playas salvajes comenzaron a incordiar a los lugareños de Citera. Cuenta el escritor holandés Ilja Leonard Pfeijffer en su libro Grand Hotel Europa (Ed. Acantilado) que en Citera se convocó un referéndum para decidir si se debía invertir o no en infraestructuras turísticas. Para que se hagan una idea, en esa isla griega viven hoy menos de cuatro mil personas repartidas en un territorio de extensión similar al término municipal de Manacor. Solo dos residentes votaron a favor del desarrollo turístico.


Cabría buscar una explicación idílica del resultado de la consulta: una comunidad romántica dispuesta a subsistir gracias al cultivo de trigo, cebada y uva, una mínima producción de aceite y una pesca destinada al autoconsumo. Pero no, la realidad era que años antes gran parte de la población había emigrado a Australia, y la mayoría de los que se quedaron recibían regularmente dinero de sus familiares desde las antípodas. Las remesas de divisas debieron ir menguando en Citera, porque una rápida búsqueda en la red nos señala más de 150 alojamientos turísticos disponibles para la semana que viene.


El turismo de masas es un fenómeno relativamente reciente, y su impacto en los destinos más populares merece un debate sereno para fijar objetivos a largo plazo, justo lo que ofrece la política actual de trincheras ideológicas y escupitajos en Twitter. A Mallorca le han crujido como nunca las costuras este mes de agosto. Con el volumen de oferta hotelera prácticamente congelado hace años, no hace falta ser un lince para detectar los dos factores que más han contribuido en la última década a la masificación: el incremento exponencial de los vuelos de bajo coste y el alquiler turístico.


Que la izquierda radical se ponga ahora estupenda reclamando límites en el aeropuerto de Palma resulta cómico. Son los mismos que lucharon durante décadas para que la clase trabajadora tuviera derecho a viajar a los mismos destinos que los ricos, pero más barato. Sin irse tan atrás en el tiempo, hasta hace dos días esa misma izquierda defendía el alquiler turístico sin restricciones porque suponía “capilarizar los beneficios del turismo”, o sea, el triunfo del socialismo frente al modelo capitalista. Ahora que el globo está a punto de estallar no cabe mayor hipocresía.


Lo mismo se puede decir de la derecha más reaccionaria. El modelo ultraliberal ha fracasado incluso en Estados Unidos, el paraíso del libre mercado. Oferta y demanda no son capaces de equilibrarse en destinos muy populares sin provocar graves perjuicios, y ciudades como Nueva York o Miami han restringido severamente el alquiler turístico. Amsterdam, Roma, París, Venecia… Palma tiene el privilegio de estar jugando en la liga de las ciudades más atractivas de Europa, pero Mallorca no puede ser una selva.


El otro día escuchaba a un periodista progre berreando que por supuesto que este debate tiene que ser ideológico. El problema es que en esta santa tierra hay comerciantes, restauradores y taxistas de izquierdas, de derechas y medio pensionistas. Y propietarios de Podemos y de VOX alquilando el pisín de la abuela por un pastizal en verano. Todos ellos están agobiados por el calor y la muchedumbre, pero ninguno quiere volver al carromato y el cultivo de almendros.


Baudelaire viajó a Citera y en Las flores del mal dejó escrito:
¿Qué isla es ésta, triste y negra? —Es Citera,
Nos dicen, país celebrado en las canciones,
El dorado banal de todos los galanes en el pasado.
Mirad, después de todo, no es sino un pobre erial.


En Baleares no habrá un referéndum. Porque no tenemos familiares en Sidney, y porque los que más protestan con su riñón bien cubierto no ofrecen alternativas. Pero algo habrá que hacer para no ser «après tout… une pauvre terre», y que los huevos de oro del turismo no acaben como los de Urano, capados y en remojo.

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