La fiebre adanista nos lleva al delirio de pensar que todo comenzó ayer, cuando ya estábamos aquí. Hace quince años Vargas Llosa le puso nombre a la obsesión de los medios de comunicación por el entretenimiento. Lo llamó “la civilización del espectáculo”, pero el invento se comenzó a gestar mucho antes. La dramaturgia francesa del XVII se rebeló contra el canon clásico griego para proclamar que el primer objetivo de la tragedia no era moral, sino hedonista. El espectador lo tiene que pasar bien, aunque sea llorando. Moliere, Corneille y Racine crean así el teatro de las emociones, cuya máxima expresión se alcanza hoy en el Santiago Bernabéu.
Como Platero, Mali es mediana, peluda, suave; tan blanca por fuera, que se diría toda de algodón, y del Real Madrid. En el segundo gol de Rodrygo mi perra saltaba sobre la alfombra del salón y sobre mí, que gritaba incrédulo ante el último milagro de los panes y los goles. Nos conformábamos después del primer tanto con hacer sufrir al rival los seis minutos del descuento, asistir en directo a su canguelo, al temblor de piernas de sus jugadores, a sus dudas y al pavor de Guardiola en el banquillo recordando los prodigios previos de esa banda rival de chamanes. Fue corto el tormento de Pep porque el éxtasis llegó en 86 segundos. El entrenador del Manchester City es un hombre inteligente que sabe mucho de fútbol, por eso en la prórroga bajó las brazos consciente que las emociones iban a sepultar su pizarra cartesiana.
Es lo imposible lo que merece la pena intentar, sobre todo en el deporte. Es la imagen absurda del boxeador casi noqueado soltando el guante hasta el final por si acierta en el mentón del rival, en lugar de protegerse de un castigo mayor. Es Nadal renqueante y agotado corriendo de lado a lado en una pista de tenis hasta ganar de manera inexplicable. Es el disparate de un chico de 174 centímetros de altura cabeceando a la red entre dos centrales de 1’90. Es enterrar a Lázaro, no una sino tres veces, y que tres veces aparezca desplazada la piedra del sepulcro. Y nos emocionamos, claro.
Quienes consideren esta una reacción desproporcionada deben recordar que es mejor acudir a los estadios con bufandas que asaltar una cámara legislativa, pitar al equipo contrario que reventar a pedradas un mitin político. Es preferible volverse loco gritando en una grada que invadiendo un país. Aunque sobrevivan algunos energúmenos, el fútbol y otros deportes sustituyeron a las batallas entre clanes canalizando las emociones de la tribu, acotándolas en el tiempo y en el espacio. A la mañana siguiente el campo está cerrado y los hinchas van a trabajar.
El sociólogo francés Gilles Lipovetsky señala que “el teatro fue el primer ámbito en el que se llevó a la práctica la lógica de la seducción soberana que, tres siglos después, se generalizará alcanzando el universo de la economía, la política y la educación”. Las consecuencias de esta expansión de las emociones a territorios que debería ocupar la razón las estamos padeciendo en forma de populismos, nacionalismos y otras demagogias que deterioran la convivencia. La polarización social consiste en llevar la Champions y los derbis fuera de los recintos deportivos.
Los gestos hiperbólicos, el exceso de teatralidad, el regate corto, los discursos hiperventilados, los goles dudosos en el último minuto, los taconazos vistosos pero inútiles, los piscinazos en el hemiciclo… han otorgado un aire de ficción a la política en España que comienza a cansar al espectador. O eso apuntan las encuestas. Parece que llega el momento de restablecer el equilibrio entre razón y emoción en la vida pública, como acaba de suceder en Francia y Eslovenia. Es una cuestión de proporciones, porque estamos comprobando como una sobredosis de odio o miedo termina por generar anticuerpos en la sociedad.
Ha tenido que tocar a nuestras puertas una guerra de verdad para que el belicismo de palabra comience a perder seguidores. El parlamentarismo del zasca hace menos gracia porque la política no puede consistir en un eterno Madrid-Barça. Agota, y además no baja la factura de la luz. Aunque no lo vea claro la Sociedad Española de Cardiología, por una cuestión de salud democrática necesitamos partidos de infarto como el de esta semana para que el rugido social y las bufandas se queden ahí, en las gradas de un estadio, y desaparezcan de los escaños de sus señorías. Tras unos años de furia, quizá ha llegado el momento de dejar de tratar a los electores como hooligans.
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