Anda mi hija investigando los trámites para sacarse el carnet de conducir, como hice yo al acercarme a los dieciocho. Cuándo el test teórico, cuándo las primeras clases, cuándo el examen práctico para disponer de la licencia lo antes posible. Hoy, todos los ritos de aproximación a la mayoría de edad se han adelantado. La primera salida nocturna, la primera copa, la primera relación sexual… todos, menos el examen del carnet de conducir. Era tierno pensar que la libertad consistía en tener coche, o al menos en poder conducir uno. Luego entiendes que es algo más complicado, pero es bello creer a esa edad que unas manos al volante proporcionan la independencia, como si la vida entera fuera un anuncio publicitario.
El otro día un lector de esta página, y además amigo, me preguntó si había leído Patria, la novela de Fernando Aramburu que acaba de recibir el premio Francisco Umbral al mejor libro publicado en España el año pasado. Me dijo que se había acordado de mi al leerla, y supongo que le extrañaba no haber visto una sola mención en esta columna, que cada tanto se adentró en aquel cenagal vasco de odio y sangre. Patria va por su vigésima edición, pero yo la leí recién publicada, allá por octubre de 2016. Entre semana suelo leer antes de dormir, pero las primeras noches con el libro en mis manos tuve que abandonarlo pronto porque su lectura me incomodaba. Sentía un malestar por la cercanía exagerada en la descripción de aquella atmósfera y aquellos personajes de los años de plomo en el País Vasco. Me dejaba desvelado y al mismo tiempo sin ganas de seguir leyendo. Un extraño déja vu de un pasado que uno creía enterrado. Supe entonces que tendría que leerlo de otra manera. Me llevé el ejemplar para una viaje de dos semanas y agoté las 600 páginas el primer día en dos aviones.
Dice Aramburu que los novelistas “colocan al individuo en la historia”. Yo añadiría que en algunos casos lo que hacen es situarnos cara a cara contra ella. Cuando se enfrenta la historia de ETA unos miles de personas viajan en la locomotora de ese tren de la memoria. Son las víctimas que sufrieron el balazo en la nuca o el paquete de amonal, las que enterraron a sus familiares asesinados, las que fueron sometidas a extorsión durante años. Y luego viene una masa de individuos, muchos anónimos, que respiraron el mismo olor fétido del terror en los vagones de cola, pero que afortunadamente no llegaron al final del trágico destino. Ni siquiera supieron lo cerca o lo lejos que estuvieron de él, pero también viajaban obligados en aquel convoy que conducía a una Euskadi libre y socialista.
Aquella persona me interpeló sobre Patria en presencia de otro amigo, que quiso recordar el compromiso cívico y moral de tantas personas que en aquellos días oscuros se negaron a mirar hacia otro lado. Enfrentaron la barbarie poniendo en riesgo sus vidas, y de alguna manera comprometiendo también la tranquilidad de sus familias. Entonces citó a mi padre. La memoria establece conexiones extrañas entre las palabras del presente y los hechos del pasado, y en ese instante, sin saber por qué, recordé el día que entré en casa con mi flamante carnet de conducir recién expedido en la Jefatura de Tráfico de Vitoria. Mi padre estaba en el salón, me dio la enhorabuena por el aprobado y se levantó a por las llaves del coche familiar. Pensaba que bajaría conmigo al garaje, pero llamó a Isidro -el escolta más antiguo y de más confianza- y le pidió que me acompañara. Imaginé que estaba ocupado, y me dio pena no dar mi primer paseo al volante con el jefe sentado a mi lado. Mi padre debió detectar esa mueca triste en mi, porque me besó de una manera dulce y extraña al mismo tiempo. Al llegar al coche lo entendí todo. En cinco minutos Isidro me explicó cómo examinar los bajos del vehículo antes de arrancarlo para detectar una bomba lapa, cómo revisar las cerraduras de las cuatro puertas -no sólo la del conductor- y la del maletero para saber si habían sido forzadas, cómo palpar debajo de los asientos para localizar una tartera con explosivos. Yo acababa de cumplir dieciocho años, pero mi primer día con carnet de conducir no fue el imaginado. Ni independencia, ni libertad. ETA y goma dos. Esto quise contar a mis amigos aquel día, pero solo conseguí hacerles pasar un momento embarazoso porque se me quebró la voz.
Patria es la novela que Aramburu “hubiera querido no escribir”, pero tuvo que hacerlo porque la realidad le obligó. O sea, la gran literatura como ejercicio de sanación, para el autor y para los lectores. Como parte de estos últimos, Patria me ha ayudado a imaginar un día no lejano, bajando en el ascensor con mi hija, las llaves del coche en mi mano y su expresión excitada, listos para interpretar la rendición de Breda junto a la plaza del garaje. Y solo tendré que explicarle las maniobras para evitar las columnas asesinas que abollan la carrocería, y que si bebe no conduzca. Sonreiré, y nada más.
Bravo, enhorabuena por el artículo. Yo no viví ese horror, pero puedo imaginar muchas de las cosas que describes y que debían suceder un día sí y otro también, sobretodo en los pueblos, unos al lado de los otros, compartiendo la misma cotidianidad…
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Gracias por sobreponerte y ofrecernos un testimonio sincero, duro y esperanzador.
Imagina también que vais juntos a San Sebastián, quien sabe si conduciendo ella, y salís a tomar unos pintxos o unas copas, por donde os dé la gana, a la salud de tu padre y también de Isidro. (Por «De pintxos», otro artículo genial).
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Gracias a ti por leerme. Y por tu optimismo
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