TECNOCRACIA PARA GESA, SI COINCIDE CON MI OPINIÓN

Daba un poco de miedo opinar públicamente sobre el edificio de Gesa sin ser arquitecto, ni doctor en Historia del Arte, ni tan siquiera presidente de mi comunidad de vecinos. Sin embargo, al escuchar a expertos apelar dramáticamente a la “inocencia” del edificio o a su utilidad como lugar de visita para futuros alumnos, entiendo que se ha abierto la veda. En cualquier caso, me parece bien que se haya elevado un poco el nivel del debate recordando a sus teóricos inspiradores, Le Corbusier y Mies van der Rohe. Decía el primero que “el objetivo de la arquitectura es generar belleza, y que esta debería repercutir en la forma de vida de los ocupantes de los propios edificios”. La última afirmación deviene cruel al referirnos a un inmueble abandonado, así que me centraré en la primera: estoy de acuerdo en que Gesa en ningún caso se debería proteger o desproteger por criterios estéticos, siempre subjetivos. Las líneas simples, limpias, depuradas de la arquitectura racionalista las ha definido el gran Oscar Niemeyer como “rectas, duras, inflexibles y alejadas del universo curvo de Einstein”. Tampoco yo pretendo ser objetivo porque admiro sin reparos la obra del brasileño: construcciones que emocionan, que se dejan acariciar por la mirada, que bailan contigo mientras las rodeas, sensuales, sinuosas, cálidas a pesar del blanco y plenas de libertad. Pero estos no son más que gustos y la cuestión es otra. En contra de lo afirmado por alguno de los expertos, la condena popular al edificio de Gesa no proviene de la ignorancia, sino de la total desconexión emocional de la mayoría de los ciudadanos respecto al mismo. Hace unos años, paseando a los pies del Guggenheim con un arquitecto bilbaíno, le comentaba mi sorpresa por la inmediata aceptación, por el súbito enamoramiento de toda la ciudad de algo tan atrevido, tan rupturista con el pasado. “No creas, me contestó, no deja de ser titanio retorcido donde antes había astilleros y contenedores metálicos”. Un vínculo telúrico con el paisaje industrial del último siglo.

Porque es en la ubicación donde reside la controversia. Esta no se produciría si Josep Ferragut hubiera levantado su obra en Son Castelló. Por mucho que la defendiera un genio como José Luis Sert, a demasiados nos cuesta entender y aceptar esa mole aislada de cemento, aluminio y vidrio en primera línea de mar. El año pasado contemplaba absorto los formidables apartamentos de Lake Shore Drive diseñados por Mies van der Rohe en Chicago. Rodeados de otros rascacielos enfrentados directamente al lago Michigan, trataba de imaginar la imagen de esos dos bloques sueltos en mitad de un inmenso solar, pero fuera de ese panorama abigarrado de construcciones verticales se diluía totalmente la belleza de su geometría simple, y se asemejaban más a un tosco ejemplo de arquitectura fría y sin alma.

Y hablando de apartamentos, ¿se mantendrían algunas de las furibundas adhesiones a las opiniones proteccionistas de los técnicos si Núñez y Navarro pudiera rentabilizar los 73 millones de euros invertidos transformando la misma finca en lofts de lujo y vendiéndolos a precio de oro? Y tengo otra duda: todos estos defensores de una solución “verde” para la Fachada Marítima, convertidos de repente a la religión de la arquitectura moderna, ¿admitirían en el actual emplazamiento del edificio de Ferragut una estructura de cubos de acero y vidrio como el Kursaal de Rafael Moneo en San Sebastián, premio Mies van der Rohe en 2001? Los niveles de hipocresía en este asunto producen sonrojo, y es una cobardía parapetarse exclusivamente en determinados informes técnicos para defender una decisión esencialmente política en el sentido etimológico del término.

La arquitectura es el último arte en el que se puede admitir un elitismo técnico a ultranza, una suerte de nuevo despotismo ilustrado que parece expulsar del debate al ciudadano de a pie, o a sus representantes, so pena de ser tildado de inculto, o directamente analfabeto. Y esta guerra de informes apelando al pedigree de los firmantes o a quién los ha pagado resulta grotesca, como si la voz de los funcionarios cuyas tesis coinciden con las nuestras constituyera un oráculo divino y gratuito. Aquí parece que hemos pasado de unos políticos jugando al Monopoly con dinero de verdad, el nuestro, a la entronización de los técnicos como nuevos monarcas absolutos del diseño urbanístico, pero esto no es lo mismo que la elección de los cuadros expuestos en un museo, o las películas de culto a emitir en una filmoteca.

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