EL INFINITO VIAJAR DE LUIS MARAVER

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Tiene escrito Antonio Tabucchi que viajar es un privilegio, “porque posar los pies en el mismo suelo durante toda la vida puede provocar un peligroso equívoco: hacernos creer que esa tierra nos pertenece, como si no la tuviéramos en préstamo, al igual que todo lo demás en la vida”. Cada día viaja más gente, pero la mayoría no lo hace para deshacer esa confusión. Por eso la desproporción entre viajeros y turistas crece imparable. Ahí encontramos otra paradoja de la modernidad, que ha impuesto definitivamente el viaje circular, clásico, el del Ulises que vuelve a su Itaca encantado de las vacaciones: como en casa en ningún sitio. Joyce ha vencido a Nietzsche y su viaje pesimista y rectilíneo a ninguna parte, el que hacían los personajes de Robert Musil, siempre lanzados hacia un infinito que no existe. Por fortuna, algunos seres humanos todavía encuentran formas más inteligentes de periplo vital, a caballo entre el turista ciego y precipitado y el nihilista que huye de sí mismo y de un entorno que no soporta.

Kavafis decía que “el viaje halla su sentido sólo en sí mismo, en el hecho de ser viaje”. Como la misma vida, cuyo principal sentido es el de ser vivida. De ahí que el moderno viaje, apremiante y organizado al milímetro, constituya la negación de una experiencia de aprendizaje que requiere una mezcla de caos y reflexión. Claudio Magris tiene un libro iluminador sobre el asunto (El infinito viajar, Editorial Anagrama) que describe esa predisposición a la parada y la desviación repentina, donde los lugares visitados dejan de ser destinos y pasan a ser etapas de un viaje que no cesa. Y ahí cabe todo. Desde el vuelo transoceánico hasta el “viaje mínimo”, ese rodeo para llegar a casa atravesando un barrio desconocido de tu ciudad. Cabe todo porque sólo depende de la mirada del pasajero, o del peatón.

Céline se burlaba del viaje -”ese vértigo de bobos”- y hacía bien. Existe un papanatismo que otorga propiedades benéficas al viaje como si fuera una aspirina. El viajar, como la lectura, no te hace mejor persona, ni más culto. Depende de lo que leas, o cómo viajes. Magris es un maestro escribiendo y viajando, porque entiende el viaje como persuasión, en el sentido de posesión presente de la propia vida, de capacidad para vivir el instante, sin excusas. Viajar es vivir porque te desplazas de la utopía al desencanto, como en cada cumpleaños. Tantas certidumbres se vienen abajo al cruzar fronteras, tantas expectativas se apagan para dar luz a otra visión del mundo y de la humanidad, menos radiante pero más comprensiva de la realidad.

A Magris cualquier día de estos le dan el premio Nobel de Literatura, pero tenemos ejemplos más cercanos de artistas viajeros a los que admirar. Recordé al escritor italiano la semana pasada en la presentación en Palma de otro libro de título casi idéntico: El viaje infinito (Disset edició), del artista plástico Luis Maraver. La casualidad quiso que descubriera en profundidad la obra pictórica de Maraver al poco de regresar de un viaje por el Amazonas, donde él había estado unos años antes. Caí rendido ante la potencia y el dramatismo de sus cielos amazónicos, exactamente iguales a cómo yo los había sentido, puros y cargados de un agua violenta, amenazante. Un mundo líquido, así en el cielo como en la tierra. Es cierto que en la obra de Maraver sobresale lo figurativo sobre un universo matérico lleno de detalles y texturas sorprendentes, pero su capacidad para plasmar la luz y el color del firmamento es extraordinaria. Como en los cuadros de Turner, uno sabe que el barco está allí, pero no puede dejar de mirar el cielo.

Creo que Luis Maraver no sabe bien lo que busca en sus viajes por París, Nueva York, Río, Berlín o Roma. Tampoco en Perú, India, China, Kenya, Egipto o Marruecos. Y precisamente por eso encuentra tanto, como Magris. En una suerte de arqueología del paisaje y el paisanaje, va excavando y descubriendo estratos ocultos, que luego añade a su obra plástica en sucesivas capas. A Maraver le cogen los niños de la mano al llegar a los poblados amazónicos, y ya no le sueltan. Por algo será. Eso facilita descubrir la conexión emocional entre el hombre y el medio natural que lo rodea. La suya también, porque Luis aprieta con fuerza una medalla de Sor Francinaina de Sencelles cuando atraviesa asustado en avioneta aquellas nubes de plomo y truenos. De alguna manera, algo de nosotros siempre queda en casa.

Maraver es un hombre honesto, un miembro de la resistencia en el mundo, hoy casi inhabitable, del arte como medio de vida. Al firmarme cariñoso su libro se lamentaba con modestia de no saber escribir una dedicatoria florida, como las de los grandes escritores. Pero en realidad los cuadros que nacieron de sus viajes son una forma de escritura. Lo sabemos bien los que escribimos, que tantas veces tratamos de pintar con nuestras palabras. Por suerte para nosotros, Maraver rompe también con el mito del viajero desarraigado, porque siempre vuelve a su casa-estudio de Binissalem, con su querida mujer y sus dos hijos, en ese bucle vital que Rilke describió con tanta belleza: “cabalgamos para regresar”.

3 Comments

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  1. Enhorabuena, José, me ha encantado!!!!
    Un beso y hasta pronto!

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